lunes, 28 de agosto de 2023

Por los agujeros de la valla

"¿Dónde están? Las noches sin pastillas para dormir,

las penas que sólo eran penas para los demás”


La noche había ido llevándose de la fiesta, como el viento de noviembre lo hace con las hojas secas, a casi todos los asistentes a excepción de un grupo de incansables que seguían bailando sobre el hormigón recalentado por el sol que ahora, a tan altas horas de la madrugaba, comenzaba a volver a su temperatura habitual. El olor a cerveza y ron impregnaban un ambiente acompasado por canciones de rock español de los noventa y eso, por alguna extraña razón, le daba un toque melancólico a lo que hasta no hacía mucho había sido jolgorio, abrazos y ganas de vivir.

Él se había sentado en una silla de plástico con el bañador todavía húmedo del baño en la piscina que acaba de tomar y que había cumplido a la perfección las dos funciones que se le había encomendado: refrescar un cuerpo acalorado y, sobre todo, descender el poder del alcohol en su sangre. Las gotas caían al suelo, sus manos abrazaban un vaso vacío, sus pies se frotaban con el césped artificial y su mirada se centraba única y exclusivamente en la chica que lo había cautivado durante todo el día y a la que observaba por los agujeros de una valla metálica que separaba la piscina del resto del complejo.

La había escudriñado durante demasiadas horas viéndola deambular por el recinto, acompañada por momentos, sola durante otros; risueña, sencilla, extasiada, seria más tarde, dulce, impasible y, sobre todo, melancólica. Pesaba sobre ella una pena inmensa que no sólo no terminaba de macharse de su alma sino que, como seguro que ya había comprendido, jamás se iría del todo. Él, más torpe que otra cosa, quiso hacerle entender en los pocos segundos que le concedió de conversación que eso, a pesar de lo que pudiese parecer, era una preciosa señal: “nadie se marcha del todo mientras haya quien lo recuerde” le dijo con absoluta sinceridad, con un tono quebrado y, por primera vez en mucho tiempo, con algo de rubor en las mejillas. Era tan bonita que causaba esa extraña sensación de vergüenza en los hombres o, al menos, eso quiso creer él para no tener que entender que, quizá, era al único al que le costaba sostenerle la mirada.

Preciosa. 

Una belleza apenada y taciturna que se esfuerza por salir a flote, por volver a vivir aunque, de repente, de un segundo para otro, se venga abajo como una torre de naipes. Su voz desafinando agarrada a un micro, sacando de dentro toda la rabia y las ganas de vivir. Sus labios muriendo de vez en cuando en el plástico del vaso y siendo éste la envidia de todos los que rondaban por ahí. Sus ojos, apagados de tanto llorar, guardan sin embargo una luz apasionante, estremecedora; su espalda desnuda, su forma elegante de andar y la manera maravillosa con la que sonreía en los contados minutos en que lo hizo, dieron más luz a esa fiesta que el sol de agosto brillando en lo más alto del cielo durante todo el día. Fue un espectáculo de contrastes del que él fue espectador de excepción y del que intentó no perderse detalle alguno, quizá por eso y por todo lo que le hizo sentir, permaneció inalterable en su ser la irremediable obligación de mirarla en la distancia durante tantas y tantas horas y hasta el preciso instante en que se marchó. Lo hizo sin hacer ruido, nadie sabe muy bien dónde. Quizá unos labios encontrados en la basura sí tuvieron valor para decirle ‘quédate’ pero, desde luego, no fueron los de aquel tipo que se se tuvo que conformar con plasmar sobre el papel, para quien tuviera a bien leerle, una preciosa lección que la vida le había regalado: que, a veces, una mujer con el corazón roto es el espectáculo más maravilloso que la vida te puede brindar.  

viernes, 11 de agosto de 2023

Pies en la arena

El sonido del oleaje acompañado del graznar de media docena de gaviotas compone la banda sonora de la postal. Los pies, enterrados en la arena fría que indica la proximidad a un torrente que, en pocos minutos, inundará el pozo que ha ido formando durante la última media hora con los dedos. El cielo, pasteloso; una mezcla turquesa untada en un magenta casi imperceptible que, a su vez, se posa sobre una pincelada anaranjada que anuncia que el sol está próximo de marcharse a descansar. Su mirada, fija en las olas que, una a una, van muriendo a centímetros de él, dejando un halo de espuma que se incrusta en la siguiente y luego en la que perece después. Toma consciencia de tantas cosas en el silencio del ocaso como hacía tiempo que no conseguía. Una de ellas, la finitud de la vida enfrentada a la ingente cantidad de atardeceres como ese que habrán visto tantas dudas como las que nacen en su mente que sería imposible contabilizar. El Mediterráneo, el mar que más penas ha enjugado en la historia de la humanidad.

La melodía de un compositor italiano, ese al que la chica del clarinete desprecia, lo arrulla como una nana, hasta el punto de que, extasiado, se tumba en la arena y se da de bruces con la inmensidad del cielo. Piensa. Reflexiona. Oye. Siente. 

Paz, sosiego, calma pero, también, vuelve a tomar conciencia de que el nudo que se cerró aquella noche de diciembre y terminó de soldarse el once de marzo sigue ahí, impidiendo que cualquier atisbo de felicidad se consolide como si de una maldición mitológica se tratase. Ríete tú de Sísifo, de Atlas, Ixión o Ticio… no hay nada peor en esta vida que la sensación de haber querido tanto que tu corazón es incapaz de volver a hacerlo otra vez.

Las manos acarician los granos de la playa y se topan, de repente, con un guijarro alisado por el movimiento y el agua, por la sal y por el tiempo. Lo mima con dulzura acariciando con las yemas del índice y el pulgar la pulcrísima superficie. Al cabo de unos segundos, lo lanza de nuevo al interior del mar reflexionando, de nuevo, sobre el tiempo, los miles de años que habrá tardado esa piedra en llegar a la arena para que ahora un desconocido la devuelva al sitio de dónde salió. Qué cosas tiene la vida.

Se recompone y se lleva a la boca el vidrio de la última de las seis cervezas que había traído consigo, inundándose en el amargor que desprende. Con cada sorbo se siente más calmado pero, irremediablemente, más melancólico. Siempre ocurre lo mismo. Recuerda cabellos castaños aclarados por el sol, manos cuidadas, sonrisas divinas, lunares y besos tan pasados que parece que nunca ocurrieron. Gemidos, pareos y paseos, te quieros tan profundos que helaban el corazón; el futuro que no llegó, el pasado que no se fue y la vida que discurre entre esos dos puntos sin saber muy bien cuál es el siguiente paso a tomar, qué parada nos saltamos para no poder apearnos ya de un tren que sigue su rumbo a ninguna parte.

El agua salada se introduce por primera vez en el surco labrado, mojando el pulgar de su pie izquierdo. La marea sube, el sol se esconde y la oscuridad pronto lo bañará todo dejando únicamente un millar de luces artificiales brillando tras la espalda de ese pobre diablo. Ya no queda cerveza que beber, no hay comida, ni tan siquiera batería en el teléfono para seguir escuchando al maestro italiano. El día termina. Otro más. Tambaleándose por una mezcla de ebriedad y entumecimiento, se levanta de la arena sacudiéndose torpemente el pantalón y enfila la vuelta a ninguna parte. Zigzaguea desmañado por la playa y nota que está a punto de caer en un par de ocasiones, aunque se mantiene en pie el tiempo suficiente para dar otro paso y luego uno más. Al final, el colchón lo recibe con la frialdad de una posadera acostumbrada a tratar con borrachos. De entre sus manos resbala el tercio de cerveza que cae al suelo rompiéndose en mil pedazos y él se sumerge en un profundo sueño que traerá consigo una mañana de resaca y dolores. Un día más y un día menos de esta carrera llamada vida.  Un día más y un día menos en esta carrera llamada amor. Al menos de ésta quedará constancia aunque sea simplemente en un papel arrugado y manchado de lágrimas.

miércoles, 2 de agosto de 2023

Tiene el defecto de sonreír

Apareció un buen día en mi vida sin que nunca, en todos estos años, haya sabido muy bien cómo. A tantos kilómetros de distancia que no la he visto fuera de una pantalla ni, quizá, llegue a hacerlo jamás. Con vidas separadas, realidades paralelas, amigos diferentes y hasta climas distintos. Pero apareció... que es lo que cuenta. Y por más que trato de explicarlo, de encontrarle un razonamiento lógico, no se me ocurre más que una razón. Sé que suena raro, quizá exagerado o, simplemente, irreal; pero estoy seguro de que fue eso: pura magia.

Magia. Repito. De esa que la vida te presenta de vez en cuando sin tú esperarlo y, quizá, sin merecerlo. De esa que te hace mejor persona, que te alegra los días, te redime de tus pecados y que te lleva a ensoñaciones donde corretean muchos niños por un césped recién cortado mientras los observamos, ella y yo, colgados de una hamaca. Pura magia. Como un día de reyes o el deseo al soplar las velas frente a una tarta, como si cruzase sobre ti una estrella fugaz, como una noche de Champions en el Bernabéu o una película de Spielberg.  Pura magia. 

Su pelo castaño se aclara con los primeros rayos de sol de la primavera y hace un juego perfecto con unos ojos marrones grandes, luminosos, resplandecientes, llenos de vida. Se complementan a la perfección con una piel nacarada que se sonrosa en puntos clave como un cuadro de Monet. Desprende tanta luz que asusta, que pasma, que turba, que te paraliza en cada imagen que la pupila introduce en el cerebro. Irradia bondad, ganas de vivir, sencillez, belleza y una ternura tal que te encoge el corazón. Un pequeño pendiente en forma de aro adorna su nariz, colgado de su orificio izquierdo como queriendo aportar un ápice de macarrismo al cuadro de niña buena que siempre fue. Tiene unas manos preciosas, unas piernas largas, se acaricia el pelo cuando la cámara la inmortaliza, viaja mucho, sueña aún más, se viste para carnaval, baila siempre que puede, salta, juega y tiene el defecto de sonreír.

“Tengo el defecto de sonreír”. Así lo define ella en su perfil sin saber muy bien lo que dice, porque nunca una palabra fue tan poco adecuada para definir una acción como ese ‘defecto’ en el complemento que lo sigue. No hay nada menos defectuoso que una sonrisa suya, nada en todo este sistema solar. Tiene una de las más bonitas que he visto nunca y, les aseguro, soy experto en sonrisas. Rebosa dulzura y desprende paz; con todo lo que ello conlleva. El encuadre se ensancha cuando la enfoca, el mundo se empequeñece, la luminiscencia se concentra en el centro de su cara, de su mirada, de sus mejillas… el paisaje se hace más bello y uno cree que no puede haber detalle mejor que ese, que esa hilera de dientes inmaculados acompañando a unos labios maravillosos en una postal que se repite, gracias a los cielos, cada cierto tiempo en mi teléfono móvil. Sonríe de tal manera que engancha, como la heroína o el azúcar porque, al fin y al cabo, es una mezcla de ambas: la cosa más dulce que se ha probado con el veneno más poderoso que uno puede imaginar. A veces, un mechón caoba cae sobre sus ojos tapándole un poco la mirada. Otras, se pone a andar hacia la cámara como una modelo en una pasarela, sabiendo que el mundo la mira y que todos ponemos atención. El verde le sienta como a Keira en Expiación, el negro como a Rita en Gilda, el rojo mejor que a Marilyn o a Julia y cuando la veo de blanco me dan ganas de cruzar media España para pedirle matrimonio. 

Todavía sigo sin entender cómo llegó a mi vida la chica que tiene el defecto de sonreír, me lo suelo preguntar cada cierto tiempo aunque, bien es cierto también, he aprendido a hacerlo menos porque uno no debe darle vueltas a las cosas buenas que te regala la vida, simplemente hay que disfrutarlas en la medida de lo que ésta te deja. Lo que sí tengo claro, cristalino, es que no quiero que se marcha jamás, que no se vaya más lejos de lo que ya está y, si no es pedir mucho, que se acerque alguna vez un poquito. No quiero perderla aunque nunca la haya tenido, ni a ella ni ese defecto suyo que dice tener y que me tiene tan enamorado como el primer día que la vi sonreír. 

jueves, 29 de junio de 2023

Amor a la camiseta

Ha vuelto a llegar a mis manos, en estos primeros días de verano, un vídeo de Marcelo Bielsa, el famoso e icónico entrenador de fútbol y uno de esos tipos que pontifica y sienta cátedra para algunos aficionados de este maravilloso deporte, en el que habla sobre el sentimiento de pertenencia a un equipo y la necesidad de que éste sea el de la tierra a la que uno pertenece. 

Nunca le tuve demasiada tirria al bueno de Bielsa a pesar de que muchos lo quieren aupar a un pedestal futbolístico al que por méritos propios no pertenece. Sin embargo, de esa galería mística de personajes con halos de superioridad dentro de la corriente del guardiolismo y la falsa humildad, lo prefiero a los Cappa, Lillo o incluso Valdano. Al menos él sí ha ganado títulos importantes.

Como decía, ha vuelto a caer en mi poder una entrevista suya en el que se indigna frente a un periodista por la mercantilización e internacionalización del fútbol: “¿Cómo vamos a estar contentos de ver en Rosario, mi ciudad, a un chico con la camiseta del Real Madrid o ir al África y ver a otro con la del Bayern de Munich?. El amor tiene que ser con lo propio, con lo del lugar, con lo que está al alcance de la mano”

 

Y un fragmento en el que me tocan al Real Madrid y al concepto del amor, claro, no podía quedar sin respuesta. Así que no, querido Marcelo, no lleva usted razón en absoluto.

El amor no conoce de raciocinio ni sabe de distancias o colores, no entiende de reglas ni conoce limite alguno. Ni temporal, ni físico, ni geográfico. Impedir que un chico de Rosario lleve la camiseta del Real Madrid (o de cualquier otro equipo) es no entender muy bien ni de lo que va el fútbol ni de lo que va el amor, porque ambos, por resumir un poco, van de lo mismo: de algo que transciende los límites de lo racional y entra de lleno en el maravilloso mundo de lo pasional.

Allí todo es un maravilloso caos, nada tiene sentido pero, a la vez, todo encuentra y bebe de él. El amor es tan incomprensible, fascinante y alejado de cualquier regla que es por eso que mueve montañas, sana heridas y te hace mejor personas. He conocido, a través de las redes sociales, a decenas de madridistas de Colombia, Argentina, Venezuela o Costa Rica que sienten más adentro del corazón al Real Madrid que cualquier pipero que tuvo la suerte de heredar un abono del estadio y, sin embargo, lo abandona quince minutos antes de que finalice cada partido para no pillar demasiado lleno el metro. Gente que supera las más duras penalidades y ahorra media vida para gastarse su dinero cruzando el océano para ver a once tipos jugar al balón en el Bernabéu. Gente que conoce la historia, que vibra con cada partido, sufre o llora de emoción y vive el Real Madrid a miles de kilómetros de distancia sintiendo "ese escudo redondito con muchas Copas de Europa" más que muchos que viven en Concha Espina o Padre Damián. ¿Cómo decirles a ellos que no pueden amar lo que aman porque no les pertenece, porque les es ajeno, por algo tan banal y relativo como la distancia? Sería como negarle a un hombre el hecho de amar a otro o decirle a una mujer que no puede querer a quien profesa una religión diferente o posee una tonalidad de piel distinta. ¿Quiénes somos nosotros para pontificar sobre el amor, sobre algo tan divino, tan apartado de cualquier aspecto mínimamente lógico, tan alejado del cerebro y tan pegado al corazón? Amar no es matemático, no es sensato y, en muchos casos, no es ni siquiera sano; pero no podemos controlar lo que amamos, lo que nos abraza y penetra con tanta fuerza en el alma que ni sabemos por qué, ni para qué; pero nos hace tan felices que estamos dispuestos a morir por esa sensación y todo lo que conlleva.

Tener que ser del equipo de tu ciudad es tan absurdo como tener que enamorarte de tu vecina porque amar es algo tan caótico, circunstancial, relativo y espontáneo que es imposible buscarle explicación y conseguir que ocurra racionalmente. 

Nadie sabe en qué momento de su vida se va a hacer de un equipo de fútbol como tampoco nadie conoce el instante en que se enamorará, pero si algo me ha enseñado la vida es que ambas cosas ocurren una sola vez y, normalmente, ocurren con tanta fuerza que, tengan ustedes por seguro, dejan una huella tan marcada en el corazón que es imposible que vuelvan a suceder igual.

sábado, 22 de abril de 2023

Adiós

Adiós. El susurro se mezcló con los acordes de Hans Zimmer en un salón cubierto de nostalgia y olor a vino. Esa palabra que tanto había temido salía ahora de sus labios por fin, enjugada en lágrimas y pena, bañada por una melancolía que no se terminaba de marchar desde el momento en que se apeó de ese tren y volvió a cruzársela entre la marabunta mientras regresaba a por una chaqueta beis olvidada.

Adiós, repitió un poco más alto esta vez. Y pensó, de nuevo, en todos los momentos vividos, en las paredes de aquella residencia de estudiantes, en las velas y los besos, en las escalerasde una plaza de toros, en los bares, los jerséis blancos y los vestidos amarillos. En los ojos achinándose al sonreír, en el café solo, la albiceleste y las sandalias, los tacones, los lunares y las noches de pasión. En mil palabras y un solo sentimiento, conversaciones infinitas, el destino, las huidas, las mentiras y el beso que nunca llegó. En paseos bajo las estrellas, enfados, miradas perdidas y un ‘te quiero’ que, tristemente, fue tan sólo unidireccional. Tantos años y tantos recuerdos que se acababan ahí, frente a un papel maché horrendo, un ordenador cansado de escribir, un blog de notas deprimido y un corazón que, por una vez, se dejó aconsejar por un cerebro que llevaba mucho tiempo diciéndole lo que los dos, sin embargo, sabían: que nadie merece encallarse a un alma que no le corresponde. 

Adiós. Repitió por tercera vez. Como si fuese Pedro negando al mismo Dios y necesitase del trino para corroborar que, ahora sí, se terminaba todo. No había más lazos a los que aferrarse ni más canales por los que esperar respuesta. Lo borro todo, como pensando que así todo se eliminaría de él y, quizá, el tiempo le diese la razón. Se lo debía a él y por él lo haría. Avanzar aunque la nieve llegue a la rodilla, olvidar aunque no se piense en nada más; dejar de sentir o, al menos, intentar echar tierra sobre el cofre enterrado de lo sentido. Esconder en un huequito lo vivido y seguir caminando con el saco de recuerdos a cuestas pero dejando espacio para que haya más. No aferrarse a una quimera y, al menos, tener la esperanza de que algo mejor llegará… aunque sólo sea eso: esperanza. Pero ya saben ustedes que mientras quede de eso hay vida… o algo así tengo entendido que dicen por ahí.

“No te sientas culpable si el amor no fue” – leyó una vez en algún sitio – “si diste todo lo que tenías y habrías dado mucho más, estás libre de culpa y lo hiciste bien. A veces, incluso querer con tanta fuerza que duele no es suficiente, pero el deber está cumplido si la conciencia descansa y te deja dormir. Quien lo da todo, nada debe y puede reposar con calma pues nada se le puede reprochar. Amar siempre es suficiente. Así que marcha tranquilo en busca de nuevos horizontes y siéntete dichoso de lo que te hizo sentir ese amor, pues el amor siempre suma, sea de la forma que sea y duela lo que tenga que doler”.

La noche llegó a su fin y se juró que con ella una etapa preciosa de su vida. Terminó la botella en honor a su pelo dorado y a todas las epopeyas que le evocó. Bebió a la salud de esos labios que siempre quiso para sí, en honor a esas manos delicadas y por esos ojos que lo hacían encogerse de amor. Se tambaleó hasta la cama con las mejillas sonrosadas, el corazón roto, la lengua áspera, los ojos vidriosos y cayó sobre el colchón como un cautivo frente al pelotón de fusilamiento. Y allí permaneció hasta que Morfeo lo acunó en su regazo y el sol de un nuevo día le recordó que nadie muere por amor aunque, no es menos cierto que, cuando uno ha amado con tanta fuerza que se trastocan los cimientos de su vida, ya no vuelve a vivir igual.