miércoles, 2 de agosto de 2023

Tiene el defecto de sonreír

Apareció un buen día en mi vida sin que nunca, en todos estos años, haya sabido muy bien cómo. A tantos kilómetros de distancia que no la he visto fuera de una pantalla ni, quizá, llegue a hacerlo jamás. Con vidas separadas, realidades paralelas, amigos diferentes y hasta climas distintos. Pero apareció... que es lo que cuenta. Y por más que trato de explicarlo, de encontrarle un razonamiento lógico, no se me ocurre más que una razón. Sé que suena raro, quizá exagerado o, simplemente, irreal; pero estoy seguro de que fue eso: pura magia.

Magia. Repito. De esa que la vida te presenta de vez en cuando sin tú esperarlo y, quizá, sin merecerlo. De esa que te hace mejor persona, que te alegra los días, te redime de tus pecados y que te lleva a ensoñaciones donde corretean muchos niños por un césped recién cortado mientras los observamos, ella y yo, colgados de una hamaca. Pura magia. Como un día de reyes o el deseo al soplar las velas frente a una tarta, como si cruzase sobre ti una estrella fugaz, como una noche de Champions en el Bernabéu o una película de Spielberg.  Pura magia. 

Su pelo castaño se aclara con los primeros rayos de sol de la primavera y hace un juego perfecto con unos ojos marrones grandes, luminosos, resplandecientes, llenos de vida. Se complementan a la perfección con una piel nacarada que se sonrosa en puntos clave como un cuadro de Monet. Desprende tanta luz que asusta, que pasma, que turba, que te paraliza en cada imagen que la pupila introduce en el cerebro. Irradia bondad, ganas de vivir, sencillez, belleza y una ternura tal que te encoge el corazón. Un pequeño pendiente en forma de aro adorna su nariz, colgado de su orificio izquierdo como queriendo aportar un ápice de macarrismo al cuadro de niña buena que siempre fue. Tiene unas manos preciosas, unas piernas largas, se acaricia el pelo cuando la cámara la inmortaliza, viaja mucho, sueña aún más, se viste para carnaval, baila siempre que puede, salta, juega y tiene el defecto de sonreír.

“Tengo el defecto de sonreír”. Así lo define ella en su perfil sin saber muy bien lo que dice, porque nunca una palabra fue tan poco adecuada para definir una acción como ese ‘defecto’ en el complemento que lo sigue. No hay nada menos defectuoso que una sonrisa suya, nada en todo este sistema solar. Tiene una de las más bonitas que he visto nunca y, les aseguro, soy experto en sonrisas. Rebosa dulzura y desprende paz; con todo lo que ello conlleva. El encuadre se ensancha cuando la enfoca, el mundo se empequeñece, la luminiscencia se concentra en el centro de su cara, de su mirada, de sus mejillas… el paisaje se hace más bello y uno cree que no puede haber detalle mejor que ese, que esa hilera de dientes inmaculados acompañando a unos labios maravillosos en una postal que se repite, gracias a los cielos, cada cierto tiempo en mi teléfono móvil. Sonríe de tal manera que engancha, como la heroína o el azúcar porque, al fin y al cabo, es una mezcla de ambas: la cosa más dulce que se ha probado con el veneno más poderoso que uno puede imaginar. A veces, un mechón caoba cae sobre sus ojos tapándole un poco la mirada. Otras, se pone a andar hacia la cámara como una modelo en una pasarela, sabiendo que el mundo la mira y que todos ponemos atención. El verde le sienta como a Keira en Expiación, el negro como a Rita en Gilda, el rojo mejor que a Marilyn o a Julia y cuando la veo de blanco me dan ganas de cruzar media España para pedirle matrimonio. 

Todavía sigo sin entender cómo llegó a mi vida la chica que tiene el defecto de sonreír, me lo suelo preguntar cada cierto tiempo aunque, bien es cierto también, he aprendido a hacerlo menos porque uno no debe darle vueltas a las cosas buenas que te regala la vida, simplemente hay que disfrutarlas en la medida de lo que ésta te deja. Lo que sí tengo claro, cristalino, es que no quiero que se marcha jamás, que no se vaya más lejos de lo que ya está y, si no es pedir mucho, que se acerque alguna vez un poquito. No quiero perderla aunque nunca la haya tenido, ni a ella ni ese defecto suyo que dice tener y que me tiene tan enamorado como el primer día que la vi sonreír. 

jueves, 29 de junio de 2023

Amor a la camiseta

Ha vuelto a llegar a mis manos, en estos primeros días de verano, un vídeo de Marcelo Bielsa, el famoso e icónico entrenador de fútbol y uno de esos tipos que pontifica y sienta cátedra para algunos aficionados de este maravilloso deporte, en el que habla sobre el sentimiento de pertenencia a un equipo y la necesidad de que éste sea el de la tierra a la que uno pertenece. 

Nunca le tuve demasiada tirria al bueno de Bielsa a pesar de que muchos lo quieren aupar a un pedestal futbolístico al que por méritos propios no pertenece. Sin embargo, de esa galería mística de personajes con halos de superioridad dentro de la corriente del guardiolismo y la falsa humildad, lo prefiero a los Cappa, Lillo o incluso Valdano. Al menos él sí ha ganado títulos importantes.

Como decía, ha vuelto a caer en mi poder una entrevista suya en el que se indigna frente a un periodista por la mercantilización e internacionalización del fútbol: “¿Cómo vamos a estar contentos de ver en Rosario, mi ciudad, a un chico con la camiseta del Real Madrid o ir al África y ver a otro con la del Bayern de Munich?. El amor tiene que ser con lo propio, con lo del lugar, con lo que está al alcance de la mano”

 

Y un fragmento en el que me tocan al Real Madrid y al concepto del amor, claro, no podía quedar sin respuesta. Así que no, querido Marcelo, no lleva usted razón en absoluto.

El amor no conoce de raciocinio ni sabe de distancias o colores, no entiende de reglas ni conoce limite alguno. Ni temporal, ni físico, ni geográfico. Impedir que un chico de Rosario lleve la camiseta del Real Madrid (o de cualquier otro equipo) es no entender muy bien ni de lo que va el fútbol ni de lo que va el amor, porque ambos, por resumir un poco, van de lo mismo: de algo que transciende los límites de lo racional y entra de lleno en el maravilloso mundo de lo pasional.

Allí todo es un maravilloso caos, nada tiene sentido pero, a la vez, todo encuentra y bebe de él. El amor es tan incomprensible, fascinante y alejado de cualquier regla que es por eso que mueve montañas, sana heridas y te hace mejor personas. He conocido, a través de las redes sociales, a decenas de madridistas de Colombia, Argentina, Venezuela o Costa Rica que sienten más adentro del corazón al Real Madrid que cualquier pipero que tuvo la suerte de heredar un abono del estadio y, sin embargo, lo abandona quince minutos antes de que finalice cada partido para no pillar demasiado lleno el metro. Gente que supera las más duras penalidades y ahorra media vida para gastarse su dinero cruzando el océano para ver a once tipos jugar al balón en el Bernabéu. Gente que conoce la historia, que vibra con cada partido, sufre o llora de emoción y vive el Real Madrid a miles de kilómetros de distancia sintiendo "ese escudo redondito con muchas Copas de Europa" más que muchos que viven en Concha Espina o Padre Damián. ¿Cómo decirles a ellos que no pueden amar lo que aman porque no les pertenece, porque les es ajeno, por algo tan banal y relativo como la distancia? Sería como negarle a un hombre el hecho de amar a otro o decirle a una mujer que no puede querer a quien profesa una religión diferente o posee una tonalidad de piel distinta. ¿Quiénes somos nosotros para pontificar sobre el amor, sobre algo tan divino, tan apartado de cualquier aspecto mínimamente lógico, tan alejado del cerebro y tan pegado al corazón? Amar no es matemático, no es sensato y, en muchos casos, no es ni siquiera sano; pero no podemos controlar lo que amamos, lo que nos abraza y penetra con tanta fuerza en el alma que ni sabemos por qué, ni para qué; pero nos hace tan felices que estamos dispuestos a morir por esa sensación y todo lo que conlleva.

Tener que ser del equipo de tu ciudad es tan absurdo como tener que enamorarte de tu vecina porque amar es algo tan caótico, circunstancial, relativo y espontáneo que es imposible buscarle explicación y conseguir que ocurra racionalmente. 

Nadie sabe en qué momento de su vida se va a hacer de un equipo de fútbol como tampoco nadie conoce el instante en que se enamorará, pero si algo me ha enseñado la vida es que ambas cosas ocurren una sola vez y, normalmente, ocurren con tanta fuerza que, tengan ustedes por seguro, dejan una huella tan marcada en el corazón que es imposible que vuelvan a suceder igual.

sábado, 22 de abril de 2023

Adiós

Adiós. El susurro se mezcló con los acordes de Hans Zimmer en un salón cubierto de nostalgia y olor a vino. Esa palabra que tanto había temido salía ahora de sus labios por fin, enjugada en lágrimas y pena, bañada por una melancolía que no se terminaba de marchar desde el momento en que se apeó de ese tren y volvió a cruzársela entre la marabunta mientras regresaba a por una chaqueta beis olvidada.

Adiós, repitió un poco más alto esta vez. Y pensó, de nuevo, en todos los momentos vividos, en las paredes de aquella residencia de estudiantes, en las velas y los besos, en las escalerasde una plaza de toros, en los bares, los jerséis blancos y los vestidos amarillos. En los ojos achinándose al sonreír, en el café solo, la albiceleste y las sandalias, los tacones, los lunares y las noches de pasión. En mil palabras y un solo sentimiento, conversaciones infinitas, el destino, las huidas, las mentiras y el beso que nunca llegó. En paseos bajo las estrellas, enfados, miradas perdidas y un ‘te quiero’ que, tristemente, fue tan sólo unidireccional. Tantos años y tantos recuerdos que se acababan ahí, frente a un papel maché horrendo, un ordenador cansado de escribir, un blog de notas deprimido y un corazón que, por una vez, se dejó aconsejar por un cerebro que llevaba mucho tiempo diciéndole lo que los dos, sin embargo, sabían: que nadie merece encallarse a un alma que no le corresponde. 

Adiós. Repitió por tercera vez. Como si fuese Pedro negando al mismo Dios y necesitase del trino para corroborar que, ahora sí, se terminaba todo. No había más lazos a los que aferrarse ni más canales por los que esperar respuesta. Lo borro todo, como pensando que así todo se eliminaría de él y, quizá, el tiempo le diese la razón. Se lo debía a él y por él lo haría. Avanzar aunque la nieve llegue a la rodilla, olvidar aunque no se piense en nada más; dejar de sentir o, al menos, intentar echar tierra sobre el cofre enterrado de lo sentido. Esconder en un huequito lo vivido y seguir caminando con el saco de recuerdos a cuestas pero dejando espacio para que haya más. No aferrarse a una quimera y, al menos, tener la esperanza de que algo mejor llegará… aunque sólo sea eso: esperanza. Pero ya saben ustedes que mientras quede de eso hay vida… o algo así tengo entendido que dicen por ahí.

“No te sientas culpable si el amor no fue” – leyó una vez en algún sitio – “si diste todo lo que tenías y habrías dado mucho más, estás libre de culpa y lo hiciste bien. A veces, incluso querer con tanta fuerza que duele no es suficiente, pero el deber está cumplido si la conciencia descansa y te deja dormir. Quien lo da todo, nada debe y puede reposar con calma pues nada se le puede reprochar. Amar siempre es suficiente. Así que marcha tranquilo en busca de nuevos horizontes y siéntete dichoso de lo que te hizo sentir ese amor, pues el amor siempre suma, sea de la forma que sea y duela lo que tenga que doler”.

La noche llegó a su fin y se juró que con ella una etapa preciosa de su vida. Terminó la botella en honor a su pelo dorado y a todas las epopeyas que le evocó. Bebió a la salud de esos labios que siempre quiso para sí, en honor a esas manos delicadas y por esos ojos que lo hacían encogerse de amor. Se tambaleó hasta la cama con las mejillas sonrosadas, el corazón roto, la lengua áspera, los ojos vidriosos y cayó sobre el colchón como un cautivo frente al pelotón de fusilamiento. Y allí permaneció hasta que Morfeo lo acunó en su regazo y el sol de un nuevo día le recordó que nadie muere por amor aunque, no es menos cierto que, cuando uno ha amado con tanta fuerza que se trastocan los cimientos de su vida, ya no vuelve a vivir igual.

jueves, 16 de marzo de 2023

En el momento oportuno

“El amor no es difícil porque tengas que encontrar a la persona adecuada. El amor, el verdadero amor, es tremendamente complicado porque tienes que encontrar a la persona adecuada… en el momento oportuno”

Qué complejo se antoja, si lo llevamos a la esfera puramente estadística, encontrar la certeza de que pasará por nuestras vidas el ser humano expresamente creado para ser nuestro  perfecto complemento en un mundo de más de ocho mil millones de personas. La inmensa mayoría de toda esa gente jamás deambulará a menos de quinientos kilómetros de distancia de donde nosotros nos encontramos y en un ínfimo porcentaje de ese mísero tanto por ciento que sí lo hará, es de recibo pensar que la mayor parte no tendrá impacto suficiente en nuestras vidas para llegar a sentir un mínimo cariño hacia ellos. Qué difícil, pues, afirmar que entre los pocos cientos de personas con lo que coincidiremos en alguna ocasión habrá una que te abrace con tanta fuerza el alma que tengas la convicción absoluta de que no necesitas de nadie más.

Y ni siquiera encontrando eso es suficiente.

Porque incluso sabiendo que es ella y no otra la persona con la que quieres pasar cada minuto del resto de tu vida, necesitas, en primer lugar, que sienta lo mismo por ti y, en segundo, coincidir en el mismo punto en el momento idóneo, en ese en el que ambos estéis pensando en lo mismo, preparados para lo mismo, buscando lo mismo, queriendo lo mismo y dispuestos a darlo todo por el otro. Pues no os engañéis, no hay amor sin darlo todo al igual que no lo hay sin que te lo den cuando más lo necesites.

Así que, de repente, sin tú casi quererlo, el mundo te sitúa en un tren que sale tarde de la estación y te pone al lado de quién creías que ya nunca llegaría y, entonces, como el chico analógico en una era digital que siempre fuiste, tu mente divaga por realidades paralelas y multiversos varios para acabar, antes de la primera estación, imaginándola (como diría Loriga) “curando con Betadine las heridas de los hijos que nunca tendréis”. Ves su pelo dorado enredándose entre tus dedos mientras lo acaricias en el jardín de esa casa que no existe, bajo los últimos rayos de sol de una tarde de verano que nunca llegará. Su nariz juguetea con la tuya tras los besos que no surgirán y sus mejillas se enrojecen de calor tras pasar toda una tarde empapando de sudor el edredón de la cama. Todo es tan real en tu imaginario como quimérico más allá, pero por un instante eres feliz y, quizá, eso sea suficiente para ti aunque luego todo se emborrone hasta el punto en que dudas si alguna vez fue siquiera posible.


Nada que sea bueno fue fácil y lo que llega fácil, créanme, no es bueno. 
Hay cosas que llegan para quedarse y otras que tu corazón sabe con la misma certeza con la que afirmarías que mañana saldrá el sol que hubieran sido eternas en otro momento, en otro lugar o, quizá, en otra vida. Y es ahí, cuando la realidad golpea con dureza, cuando por fin entiendes que no será, cuando tu alma cruje de pena y rabia de dolor, cuando todo parece dejar de tener sentido y la brújula que hasta hace nada marcaba con claridad el norte, no para de dar vueltas y vueltas sin detenerse en un maldito punto. Es ahí, en el momento que comprendes que quisiste demasiado y ya no volverás a querer igual, cuando el mundo se detiene, el futuro se enmaraña y te das cuenta de que los tiempos son tan importantes como la forma y el fondo.

En un segundo te ves en el andén suplicándole al cielo que el tren no llegue nunca a destino para que ella no se marche lejos y al siguiente te apeas de él sin saber que, pocos días después, no volverás a mirar esos ojos pardos que te hacían temblar ni tendrás cerca, de nuevo, la única boca que no quieres dejar de volver a besar. Y ahí la vida te enseña una valiosa lección: tan importante es coincidir con la persona a la que amas como llegar a tiempo para evitar que ella haya dejado de hacerlo.

martes, 7 de marzo de 2023

Apoyado en el cristal

La frente pegada al cristal mientras las últimas gotas de lluvia de la tarde rompen contra él con suavidad abrumadora. La vista puesta fuera, en la calle, en el bullicio de un mundo que comienza a salir de nuevo de su refugio después de haber corrido, tiempo atrás, a guarecerse. Los ojos vidriosos, el alma henchida, el corazón cansado y la mente puesta en ti. Pero tú no estás.

Una hilera de paraguas de colores desfila abajo y el claxon de los vehículos rompe la calma que la propia lluvia y Ludovico Einaudi han ido trayendo hasta el salón. Las botas de goma de los niños chocan con los charcos y el color grisáceo de los muros se acentúa con el agua. El sol se va perdiendo en el oeste y las nubes se dispersan más allá. El cielo vuelve, poco a poco, a hacerse azul, los pájaros comienzan de nuevo a piar, el agua se seca de los adoquines pero tú no estás aquí para verlo.

El papel del salón es tan horrible que intento no apartar la vista de la calle para no tener que verlo y volver a preguntarme, otra vez, por qué no estamos los dos pintando de blanco la pared del nuestro a muchos kilómetros de distancia, por qué no te veo manchada de pintura, con tu coleta en lo alto y esa sonrisa que me hace tan feliz como ninguna otra cosa en el mundo.

Una niña corretea por la acera y, segundos después, su madre la regaña por alejarse. Una señora mayor pasea con el carro de la compra y dos jóvenes se abrazan debajo de un paraguas azul, compartiéndolo a pesar de que ya ha dejado de llover. Me detengo a ver cómo una gota, azul como el mismo mar, va resbalando por el cristal, poco a poco, hasta morir en el alféizar. Justo después, el primer rayo de sol que consigue asomarse tras los nubarrones me golpea de lleno en la cara haciendo que achine los ojos recordándome, inmediatamente, la forma en que lo haces tú cuando te ríes. Y vuelvo a preguntarme, de nuevo, por qué no estás aquí.

Me abrazo las rodillas encima del sillón y noto el aire cálido de la bomba del techo entrando por el hueco que deja la sudadera en mi espalda. Los ojos se me empiezan a entrecerrar por el placer inmenso que forma la música, la tarde pluviosa y ese calor que me arrulla como un gato frente a una chimenea. Mi mente divaga hasta el infinito pero, irremediablemente, siempre llega a ti, como si fuese la brújula que todo lo guía, como si mi cerebro no pudiese pasar cinco minutos sin acordarse de tus ojos oscuros, de tu pelo dorado, de tus manos, de tu cuello y de cada lunar de tu espalda y de tu pecho.

Al final, la tarde vuelve a llegar a su fin, como tantas otras desde que no estás y yo me marcho a la cama con un nudo en el estómago, ese que viene a recordar la sensación que, aunque conocida, no deja de ser igual de dolorosa que lo fue la primera vez: la de saber que el tiempo se me va escapando como granos de arena cayendo por entre mis dedos, que ya queda menos para que todo termine… y que sigues sin estar aquí. No creo, he comprendido con los años, que haya algo peor que eso, que saber que se escapa una vida lejos de la persona con quien quieres pasarla cada segundo que te quede.Pero nadie dijo que esto, la vida, fuese lo que a uno le gustaría que fuese.