jueves, 4 de noviembre de 2021

Noviembre

Noviembre comienza frío, lluvioso y hosco; como todos los años, como siempre desde que uno alcanza a recordar. Oscurece antes, las calles se vacían, los árboles pierden las hojas, las terrazas se guardan y el sol parece brillar un poco menos. Se desempolvan del armario los jerséis de lana, las botas altas y los abrigos de piel y es eso precisamente, la piel, lo que deja de verse durante muchos, demasiados meses. Y todo merece un poquito menos la pena sólo por esa razón.

Las chimeneas se encienden, las bufandas se anudan, la escarcha regresa y cambia la hora, con todo lo que eso conlleva. A las seis de la tarde ya estás pensando en hacer la cena y a las seis de la mañana te dan ganas de almorzar; un despropósito constante que nadie entiende pero al que uno se intenta amoldar como todo lo triste que depara esta vida: con un suspiro vacío, con gesto torcido, cabeza alta y con el pensamiento de “esto también pasará”.

Charcos en las aceras, barro en las suelas de los zapatos, manos heladas y pies tan fríos debajo de un edredón que resulta imposible entender, creer o tan siquiera imaginar. La cerveza desaparece y el vino hace su aparición porque nada en esta vida, ni siquiera noviembre, es tan malo como para que no haya algo bueno que celebrar. Las copas manchadas de carmín, música de fondo y ese sonido maravilloso de la primera gota resbalando por la botella para morir en el cristal. Y luego, todo lo demás.

Piropos y miradas, cabellos dorados cayendo sobre mejillas sonrojadas, besos, caricias y la búsqueda incansable de un calor que es tan inherente al ser humano que nadie, ni el más empecinado seguidor del invierno, puede negar que lo necesita como el comer. Ojos marrones que se tornan verdosos, labios carnosos, piernas de escándalo y el sonido de un sujetador desabrochándose en el salón. Lascivia sobre el sofá, pecado trasladado al colchón y luego, la calma absoluta cuando se guarece uno en esa isla maravillosa de la que no quieres salir, de la que no consientes que te saque hasta el día siguiente.

Noviembre comienza gélido y mustio, melancólico y lóbrego, pero de entre la penumbra del mes más triste del año surge ese halo de luz al que uno se abraza como un flotador que te lanzan cuando más fuerte retumba la tormenta. Y ahí, entre las únicas cinco cosas buenas que depara este mes de mierda, me encontrarás seguro y, ojalá, pueda encontrarte yo también a ti.

martes, 21 de septiembre de 2021

Otoño

Otoño de vino y de migas, de suelos anaranjados por las hojas caídas; de cielos cobrizos, de nubes y espinas, de abrigos y lluvia, de estufa de leña, de monte, de cuchara y ceniza.

Otoño de pueblo, puchero y calles empedradas, de edredones y secretos, de pasión, medias negras, cuello alto, bufandas y besos. De volver a empezar y olvidar lo empezado, de aguas revueltas, de puentes, amigos y te quieros; de noches en vela, de días enteros… otoños que saben a hojuelas, a miel y a caramelo,

Otoños de risa, de lutos y misas de pueblo; de mañanas y tardes perdiendo la noción del tiempo, de pastos oscuros, de ríos de tinta y sol en lo más alto del cielo. Otoños de fiesta, otoños de espigas, otoños de caricias, otoños de fuego, otoños de amor… otoños de vida.





domingo, 5 de septiembre de 2021

Quizá en otra vida

Quizá, en otra vida, no tuviera que recurrir a aporrear con saña las teclas de este maltratado y apesadumbrado ordenador para decirte todo lo que, muy probablemente, no tenga otra oportunidad de detallarte a la cara. 

Quizá, en otra vida, hoy habríamos vuelto juntos a casa, resacosos, despeinados, con una maleta repleta de ropa sucia y escuchando música en el coche mientras tú aprovechabas cada cambio de marcha para hacerme una caricia en la mano. Habríamos llamado a los niños para ver cómo están y habrías discutido con mi madre por haberles atiborrado a chocolate. Me habrías pedido que no corriese tanto y yo, seguramente, te habría dicho lo preciosa que eres tantas veces que habrías dejado de darle importancia, como si ya lo tuvieses tan asimilado que realmente no fueses consciente de que así es.


Quizá, en otra vida, hoy habría amanecido frente a esos dos ojos azules que no se me van de la cabeza. Te habría besado lento, suave, sin prisa, y habrías venido a anidar en mi pecho hasta que la limpiadora del hotel nos hubiese echado de la habitación. Quizá, en otra vida, no te habría visto bajar junto a tus amigas por la calle, taconeando con elegancia mientras la brisa marina ondeaba ese vestido negro como la bandera de un país tropical. Te habrías venido conmigo al apartamento, parando en cada uno de esos portales de paredes blancas y puertas de madera a comernos a besos; subiéndote el vestido mientras tú, temerosa, me instarías a esperar a llegar a la cama. Quizá, en otra vida, la noche no hubiese acabado tan pronto como lo hizo.

Quizá tus hijos se pareciesen a mí y nuestra casa hubiese estado llena de fotografías de viajes y vacaciones. El papel de la pared, garabateado de crayón; el suelo de madera, recibiendo el tacto de tus pies descalzos y yo, de vez en cuando, espiándote desde la ventana mientras tiendes la ropa en el jardín. Quizá y sólo quizá, en esa vida, hubiésemos sido felices. Vete tú a saber.

Yo, prendado de tu cabello dorado, de esa cara de niña buena que se ruboriza con cada piropo. Enamorado del perfume de tu piel, del sabor de tus labios y de ese tono de voz que se me hacía más dulce que el caramelo entre tanto ruido, entre tanto grito, entre tanto estruendo. Qué no habrías conseguido tú en una vida conmigo si me ganaste en una noche tan sólo con la primera sonrisa.

Pero es ésta y no otra, la vida que nos ha tocado. Con su distancia y sus problemas, con anillos en anulares y amores que no terminan de irse jamás. Con niños disfrazados de Spiderman, botellas de Martini, Damas milenarias, palmeras y perros de todas las razas, tamaños y colores. Tus estrellas tatuadas en el hombro y tu nombre grabado para siempre en mi mente. Apellidos de equipo de fútbol, listas de deseos y una breve conversación que aportó más que mil noches de pasión en camas ajenas. “Si no te dicen cada día lo increíble que eres es que ese tipo que duerme contigo no tiene ni idea de lo que tiene en su colchón”.

Así que si coincidimos en otra vida no pienses que voy a desaprovechar la ocasión. Si nos vemos en un universo paralelo, en una realidad alternativa o en un mundo mejor, estaré pendiente de esa mirada llena de vida, de esa risa que ilumina y de cogerte la mano para que no te sientes, salgas a bailar conmigo y me dejes acompañarte en cada uno de esos bailes desde el mismo instante en que te vea hasta el último en que me tenga que marchar de aquí.

viernes, 6 de agosto de 2021

Nuestro mayor enemigo

El año 2005 no fue un buen año para el Real Madrid. Se fraguó lentamente el final de Los Galácticos que condujo a la inevitable dimisión de Florentino Pérez y la llegada de Ramón Calderón. Desde ahí, en adelante, muchas (demasiadas) temporadas sin pasar de octavos, algunas en blanco y tantos problemas deportivos y extra deportivos que sería difícil enumerar. A todo eso se le unió que el Barça dominaba en España y, además, conseguía su segunda Copa de Europa algo más tarde. Después llegaría el famoso 2-6 del Bernabéu y el deslumbrar del equipo de Pep Guardiola.

Yo, por aquella primavera de 2005, tenía dieciocho años. Acababa de aterrizar en Madrid pocos meses antes y creía tener el mundo a mis pies. Recuerdo aquella época como el principio de mi edad adulta y cómo me desenvolvía por la capital con la soltura de un pollo en un matadero. Hay muchos partidos que tengo guardados en la mente durante esos años, casi todos de mi equipo y alguno del eterno rival. Uno de ellos, quizá de los más importantes, fue el que enfrentó al Barça contra el Albacete el 1 de mayo de ese maldito año.

Lo vi sin muchas ganas en El bar de Pepe, una taberna cercana a mi casa donde con cada caña te ponían un plato de alitas de pollo cuyos huesos acababan, irremediablemente, en el suelo poco después, formando un segundo piso de grasa y piel que le daba un olor inconfundible al establecimiento. El partido fue un tostón hasta el gol de Eto´o en el 66 mientras yo me limitaba a hundir mi nariz en el vaso una y otra vez esperando que aquello terminase pronto. De repente, un bullicio comenzó a escucharse a través de la televisión porque un chaval desgarbado salía a calentar en la banda y podía debutar con el primer equipo. Yo lo había oído nombrar en la televisión durante toda la semana. Un tal Leo Messi que, casualidades de la vida, tenía la misma edad que yo. Decían mucho sobre él y casi todo bueno, pero yo obviaba todos esos piropos porque ya bastante tenía con sufrir a Eto´o, Deco, Guily, Puyol y, sobre todo Ronaldinho, como para preocuparme de un canterano de tres al cuarto. Nada en esta vida podía ser peor que Ronaldinho y estaba seguro de que, cuando se retirase, ese Barça que comenzaba a encandilar gracias a él, dejaría de existir para siempre.

El chico salió al campo sustituyendo al camerunés que había marcado poco antes y no tardó ni un minuto en plantarse frente al portero del Alba y, con toda la frialdad del mundo, hacerle una vaselina para marcar su primer gol como profesional. Gracias a Dios, el árbitro lo anuló.

“Se creía éste que iba a marcar en tres minutos que quedan” pensé yo con una media sonrisa malévola dibujada en la cara. “Pero va a ser que no”.

Cuando el marcador sobrepasaba el minuto noventa y dos y quedando sólo unos segundos para que acabase el encuentro, el balón llegó a Ronaldinho que, de nuevo con una vaselina maravillosa, se lo cedió a ese niño que se plantó otra vez delante de Valbuena para batirlo por arriba exactamente igual que había hecho poco antes. Y esta vez el gol sí tuvo validez. No me lo podía creer.

Tras aquello, vinieron seiscientos setenta y un goles más. Repito: seiscientos setenta y uno. De todas las clases y colores, contra todos los rivales y en todas las competiciones. Lo he visto ganar un triplete y un sextete, arruinarme mil y una tarde y levantar tantos trofeos como nunca, jamás, pude imaginar. Lo he visto hacer el mismo regate millones de veces, sabiendo por dónde iba a entrar y por dónde iba a salir sin que nunca, nadie, pudiese pararlo. “Te va a hacer la de siempre” le he gritado a todos los malditos defensas de Europa, cagándome luego en toda su ascendencia cuando, efectivamente, se la hacía. Un jugador descomunal, el rival más grande que nunca, jamás, tendrá el Real Madrid (toco madera visto lo visto) y un tipo que ha sabido competirle al mejor club de la historia durante más de quince años. Un enemigo superlativo y uno de los cinco mejores jugadores de siempre que, por fin y gracias a Dios, dice adiós y se marcha. Por un lado, me entristece ver cómo un tipo al borde de la retirada se aleja de un club que lo endiosó tanto que se ha arruinado por él pero, por otro, queda la inevitable sensación de alivio de saber que la pesadilla por fin terminó y que ese chaval de mi edad al que un día no le di importancia y acabó convirtiéndose en el tipo que más he aborrecido en mi vida, por fin me da un respiro. 


No puedo decir que te echaré de menos, Lionel, porque sería mentir como un bellaco, pero sí tengo que reconocer que has sido el adversario más grande de todos los tiempos, el jugador que más pesadillas me ha producido y el tipo que más disgustos deportivos me ha dado. Por tu culpa renuncié a mi segunda patria, por ti canté el gol de Alemania en la final del Mundial frente a Argentina con casi tanta fuerza como el de Iniesta en Sudáfrica y, por ti, me he enemistado con media familia hasta el día de hoy. Te he odiado con todas mis fuerzas dentro del campo y, ahora que te vas, sólo puedo desearte suerte siempre que no te enfrentes contra mí en el futuro. Y lo hago con plena consciencia y sin esconderme porque te has ganado un respeto eterno de tu mayor rival y porque me has proporcionado muchas cosas buenas también. Nunca más veremos un duelo tan enorme como el que tuviste con Cristiano ni tantas horas de pasión como aquella época de clásicos con Mourinho. Te doy las gracias por ello.

Que te vaya bien en tu nueva andadura y gracias por todo lo que nos has dado porque cuando tú llegaste el Madrid aventajaba en siete Copas de Europa al Barça y ahora que te vas son ocho la que os sacamos. Incluso contigo en el campo no habéis sido capaces de ganarnos. Pero no te lo tomes a mal, es simplemente que ni siquiera con el jugador más grande de vuestra historia habéis sido rivales para el mejor equipo del fútbol mundial. No es tu culpa, es sólo que el Real Madrid es superior a todo lo demás.

martes, 29 de junio de 2021

Te mereces

Te mereces alguien que te quiera tanto que, en ocasiones, te preguntes qué has hecho tú para merecer ese amor. Te mereces gestos tiernos y palabras sinceras, que te abrace fuerte y te bese lento, que se despierte en las noches de invierno para arroparte con el edredón y se levante temprano en las mañana de verano a bajar la persiana cuando los primeros rayos de sol rompan en la habitación. Te mereces respeto eterno, amor incondicional, confianza ciega y que cuando te mire a la cara sientas tanta ternura en esos ojos que no quieras estar en otro lugar del universo.

Te mereces paseos de la mano, viajes, fotografías cursis y mensajitos de WhatsApp de esos que causan rubor en los demás. Que te caliente los pies si los tienes helados, que te escriba notas en el vaho del espejo del baño, que te enseñe mucho de algunas cosas y que preste atención infinita cuando tú quieres enseñarle a él de otras. Te mereces la verdad absoluta, tan dura y cruel como pueda serlo, pero que es la única que todos necesitamos porque, al fin y al cabo, nadie merece una sola mentira por pequeña que sea. Anocheceres de vino y besos, amaneceres de resaca y pasión; que te quite la ropa con la fiereza de un adolescente en celo y te haga sudar sobre las sábanas en la más fría noche del mes de enero. Que te erice la piel con sus labios, que te susurre palabras lascivas al oído, que te ame mucho, que te ame bien, que disfrute cuando tú disfrutes y que ambos, juntos, os perdáis en mil y una noche de ardor sin importar qué ocurra más allá de las cuatro paredes de tu habitación.

 

Te mereces a alguien que se desviva por ti, que se quite todo para dártelo y por el que tú harías lo mismo sin pensarlo. Te mereces que te quieran como tú quisieras que te quisiera y como a mí me encantaría quererte aunque, tristemente, no pueda hacerlo. Quizá porque hay veces en la vida que uno quiere tanto que ya no puede volver a querer igual, que gasta todo el amor que tenía y seca un pozo que una vez estuvo lleno y, probablemente, ya no vuelva a llenarse más. Pero eso no quita que tú, que te mereces todo lo bueno que esta vida maravillosa puede ofrecernos, no vayas a encontrar a ese que te ame con tanta fuerza que crea que va a explotar.

Te mereces una casa con jardín y un césped verde, unas vacaciones con atascos y niños quejándose, envejecer junto a alguien al que has visto crecer y que te conoce más que tú misma. Te mereces soplar muchas velas en tartas y Navidades peleando por dónde cenaréis primero. Momentos duros, momentos buenos, momentos malos y alguno que no sabrás muy bien qué hacer. Enfados y reconciliaciones, lágrimas de alegría y alguna de pena también y, en definitiva, te mereces una vida junto a alguien que te llame ‘vida’ y que, sin darte cuenta, sea tan parte de la tuya que llegará un día que ya nada tenga sentido si no está él al lado para vivirla contigo. Te mereces amar sin medida porque eso, como diría el poeta, es la medida de toda la vida. Te mereces todo lo bueno que existe y a alguien tan bueno que nos haga malos a todos los demás.