lunes, 4 de mayo de 2015

Mayo


"Cuando el mar deja de estar gris y se vuelve azul es señal inequívoca de que comienza, por fin, el bueno tiempo"

Eso le decía ayer en el coche a un buen amigo que me acompañaba de regreso a la monotonía del lunes, a una tranquilidad que, sin embargo, se va alborotando poco a poco con cada grado que aumenta la temperatura en el termómetro, con cada nueva jarra de cerveza que alguien se bebe en alguna terraza o con cada falda que se desempolva en algún armario.


Mayo ha llegado y ha coloreado ese mar hasta no hace demasiado, triste y deslucido, grisáceo y apagado; porque mayo es el mes que lo pinta todo, el principio real de una primavera cálida y renovadora. A estas alturas del año los niños pueden llegar a otear en el horizonte las vacaciones de verano, las tardes de juegos en el parque o las noches acostándose tarde. Yo, por mi parte, logro atisbar los chiringuitos de la playa, las gafas de sol y las pieles tostadas de medio millar de señoritas; las sonrisas blancas e impolutas contrastando con el moreno de la tez, los conciertos al aire libre, la final de la undécima en Berlín y las noches donde la pasión es tal que tienes que abrir la ventana para poder respirar.

La primavera, la de verdad, llegó hace unos días con calor y fiesta, como el primo lejano que te hace una visita con una botella de whisky y una bolsa de hielos. Se alza frente a nosotros la que quizá sea la mejor época del año, aquella donde la oscuridad del invierno deja paso al color del verano, el tránsito de los tempranos atardeceres a las cenas a plena luz del sol, la época en que el marrón y el negro se encierran bajo llave en el armario y vuelven a lucirse los rojos, azules, verdes, amarillos y blancos radiantes que brillan ante un cielo no menos resplandeciente.
Mayo es el principio de una época distinta, donde la gente se olvida de esa crisis que parece que no termina de desaparecer y se concentra en reír, en charlar, en besar y en amar. El tiempo de dormir pronto y cobijarse bajo la manta quedó atrás y las migas, el vino tinto y el cuello vuelto se despiden hasta dentro de unos meses. Ahora regresan triunfales los caracoles, las cervezas y los bikinis (benditos sean, por cierto), salen por la puerta grande las toallas de playa, las cuñas de esparto, las camisetas marineras, las ancianas tomando el fresco en la calle y el olor a final de temporada futbolística.

Todo eso y mucho más lo trae mayo bajo el brazo. El mes que resetea la tristeza y vuelve a iniciar una nueva sesión donde el fondo de pantalla ya no es más un trozo de campo nevado. Ahora, casi sin quererlo, se ha cambiado por una linda mujer tumbada en alguna playa no muy lejana que parece querer decirte con la mirada: “anda, ven y engáñame”. El tiempo ha cambiado, el sol ha salido, la lluvia se aleja y nuestro amigo, el mes de mayo, ha vuelto un año más por estos lares. No sabes cuánto te echábamos de menos, querido. Menos mal que ya estás aquí.

domingo, 3 de mayo de 2015

Mi concierto con Sabina

En el horizonte se alcanzaba a ver el que iba a ser mi primer concierto de Sabina y para ello había elegido, como creo que a él le hubiera gustado, las calles de La Latina para beber en su honor antes de verlo sobre el escenario.
La tarde, encapotada y mustia, languidecía entre cervezas y risotadas mientras la música del maestro comenzaba a colarse en nuestros oídos cuando un Dj romanticón de un pub cercano se olvidó de la comercialidad y se animó a homenajearlo desde los dos metros cuadrados que dibujaba su cabina.
Horas después, con el cielo de Madrid cayendo sobre nuestras cabezas, las puertas del Palacio de los deportes se abrían para que unos doce mil ansiosos espectadores fueran entrando con cuentagotas a abarrotar, como merecía la ocasión, el templo del baloncesto nacional reconvertido aquella tarde en catedral de la poesía universal.
El nerviosismo se palpaba, los flashes de los móviles se encendían y se apagaban en las gradas y el murmullo de impaciencia copaba el aire. Fue entonces, mientras nos sacaban diez euros por un litro de cerveza y aún con gente abriéndose paso para llegar a su localidad, cuando las luces del pabellón se apagaron y el grito histérico de miles de personas dio a entender que era la hora de disfrutar de las rimas del más grande, de la música de un señor de Jaén que se adueñó un día cualquiera de las palabras y pasó el resto de su vida convirtiéndolas en arte.

Entonces se dejó ver. Lo hizo enfundado en un traje azul chillón y junto a ese bombín que hace tiempo que debió ser declarado bien cultural de la humanidad. Con la voz más desgarrada de lo habitual a causa de esa vida tan apasionante como peligrosa que siempre ha llevado, con sus dos inseparables guitarras intercambiándose en cada canción, con el pelo cano y la piel arrugada, con la conmoción de un principiante en el rostro y, por supuesto, poniendo sobre la tarima esa inspiración que lo ha llevado a ser un ídolo que se convirtió en leyenda, entró a escena ante el entusiasmo de una marea humana que lo aupó en volandas desde el primer instante.
Yo lo escuchaba con atención en el lateral. Vibraba con sus introducciones, con los trozos de lírica hablada que parecían eclipsar a las propias canciones, con esos fragmentos sin ritmo pero con un calado tan absolutamente brutal que te agarra con la fuerza de un ciclón ahuyentando el sonido y quedándose con lo verdaderamente importante, la letra; pues de todos es sabido que Sabina nunca será un buen cantante, ese es el precio que tuvo que pagar a cambio de convertirse en el mejor poeta español del último medio siglo.
 
Comenzó con Yo me bajo en Atocha para agradecerle a Madrid todo lo que le ha dado, que ha sido casi tanto como lo que don Joaquín le ha dado a Madrid. A los enamorados de la ciudad nos ganó desde entonces. Pero hubo mucho más, claro. Tocó 19 días y 500 noches, BarbieSuperstar, Princesa y una docena de éxitos más que cada uno iba disfrutando en su medida, pues no conozco a nadie que coincida en que su canción preferida de Sabina es esta o la otra, cada uno tiene la suya, esa que le robó hace tiempo su trocito de alma para no devolvérsela jamás.
Presté especial atención a Unacanción para la Magdalena por consejo de un buen amigo y debo confesar que entró de lleno desde aquel momento en mi top ten con aquel “Si llevas grasa en la guantera o un alma que perder, aparca junto a sus caderas de leche y miel”. Vibré con Mentiras piadosas, me volvió a dejar sin aliento Ahora qué, me emocioné cuando lo vi al borde del llanto con A mis cuarenta y diez y casi se me saltaron las lágrimas cuando tocó la que hace tiempo hice mi canción favorita: Peces de ciudad.
El concierto mereció la pena por verlo a él a sus sesenta y seis años dando guerra, por supuesto, pero también por disfrutar de Pancho Varona, porque Antonio García de Diego estuvo a punto de llegar al nivel del maestro cuando se ‘apropió’ del Tan joven tan viejo que despedaza el alma del más duro cuando se escucha con atención y, sobre todo, mereció la pena porque hacía demasiado tiempo que no conocía una sensación tan parecida al flechazo más pasional como la que me proporcionó encontrarme cara a cara con Mara Barros. A esa mujer habría que hacerle un poemario entero, dedicarle una calle o levantarle un monumento… o quizá todo junto. Una voz majestuosa embutida en un cuerpo de infarto, taconeando de allá para acá con una sensualidad que habría despertado la lívido del más casto. Rompió al público en dos cuando se adueñó del micro y lo desquebrajó por completo con ese timbre profundo y delicioso que le dedicaba al poeta en la ‘intro’ de Y sin embargo. Ella sola ya valía la entrada más cara. Menuda mujer.
Sabina nos dijo que no volvería a cantar en España en al menos un par de años y una punzada de dolor recorrió mi cuerpo porque aunque lo vi más fuerte y vital de lo que nos hicieron creer hace un tiempo, temí que pudiera ser el último, que sin quererlo me estuviera convirtiendo en uno de los pocos afortunados que presenciase el último concierto de Joaquín Sabina en nuestro país. Le rogué a Dios porque no fuera así, le imploré que no se lo llevase jamás, que personajes como él no pueden partir de este mundo mientras queden tequilas que beber y mujeres a las que piropear, que sería demasiado injusto privar a la humanidad de un hombre que ha llevado el romanticismo a cotas que sólo unos pocos hubieran podido soñar. Le demandé que ese momento durase un minuto más, y luego otro, y luego otro más. Pero inevitablemente, en uno de esos instantes, tuvo que acabar.


La canción de los buenos borrachos volvió a advertir que todo finalizaba. Dos horas y media de poesía hecha música, de un Sabina cercano y agradable, emocionado en ciertas partes del espectáculo y que nos enterneció en todo momento a los que allí asistimos para disfrutar de él.
Volví a salir del recinto para perderme en whisky en su honor y supliqué a los cielos porque alguna vez tuviera el privilegio de beber junto a él. Algunos tildarán de pretensiosa mi petición, otros la tacharán de imposible, pero yo sé que aunque probablemente nunca lo tenga en esa situación, siempre me quedará el consuelo de poder tomarme una copa con su música de fondo, cosa que es, a todas luces, como si me la estuviera tomando a su lado. Eso es lo verdaderamente enorme que tiene Sabina, que hace tiempo que pasó de ser un músico para convertirse en leyenda de la que disfrutaremos eternamente.

domingo, 12 de abril de 2015

A Verónica

Querida amiga:

Aún con el sabor a vino rosado inundando mi boca, me siento aquí, frente a una página en blanco y con música de fondo, para escribirte esta carta abierta dejando constancia de la enorme dicha que nos desborda a todos desde el día de ayer. Debo volver a expresarte mi más sincera enhorabuena una vez más por el gran paso que acabas de dar y del que me siento plenamente orgulloso. Y lo hago por escrito, con tu permiso, para que dentro de unos años, cuando leas esto, recuerdes lo feliz que me sentía al verte radiante y emocionada caminar hacia un futuro que a buen seguro será tan grato como sólo tú mereces.

Nunca te vi tan bonita como ayer cuando entraste de blanco impoluto, sujeta al brazo de tu padre, a un templo que se abría de par en par para ti, para la verdadera protagonista del día. Siempre con esa sonrisa incombustible en la cara, cambiaste su mano por la del hombre que te esperaba frente al altar. Me acordé de algo que le escuché en una ocasión a una actriz holliwoodiense y que venía a decir algo así como que, en las bodas, todo el mundo mira a la novia cuando entra a la iglesia, pero que para ver la plenitud del acontecimiento habia que centrarse en el otro protagonista, en ese muchacho que espera paciente a que ella venga hacia él. Me di cuenta de que llevaba razón y supe que andabas en la dirección correcta cuando observé cómo ese chico con esmoquin y dorada corbata te miraba con los ojos de un quinceañero enamorado desde la otra punta. Ahí, en ese instante, respiré tranquilo, pues sabía que habías elegido bien.

La carta de Pablo a los Corintios volvía a ser la lectura obligada. “Si no tengo amor, no soy nada” decía el apóstol hace más de dos mil años y yo, desde la quietud de una casa vacía y con Sabina de fondo, no puedo estar más de acuerdo tantos siglos después. Ayer pude ver y palpar esos resquicios de amor que parecen tan escondidos en estos días de crisis, inmundicia y podredumbre moral. Pude ver la consecución de un destino que parecía escrito desde hace mucho tiempo, de una compensación casi divina que tenía que llegarte más temprano que tarde, porque si alguien se merece lo mejor en este mundo que tan mal nos trata en ocasiones, esa eres tú, la persona más bondadosa, amable y altruista que he conocido en todos los días de mi vida.


La tarde pasó entre copas y risas, y de entre todas la tuya brillaba con más fuerza que ninguna. Te vi enamorada, feliz y risueña en todo momento, peleando con la cola de un vestido que dejaba constancia de que tú, la chica con la que me reí tanto aquel verano de hace unos años, pasaba a ser una señora casada. Me acordé de la piscina, de tantas horas de conversación sobre un futuro que parecía que nunca llegaría pero que ya está aquí, y de cómo te recriminaba que te conformaras con el suelo cuando aspirabas al cielo. No sabes lo que me alegro de que, por fin, decidieras echar a volar hacia él.

Y cierro ya esta misiva recordando a Pablo y su carta, volviendo a recalcar ese “si no tengo amor, no tengo nada” que tanto significa y que, en ocasiones, parece que no le damos la importancia que se merece. Si la vida se reduce a eso, al amor, ayer pude constatar que la tuya es extremadamente plena, que tu familia, tus amigos y el hombre al que ahora llamas esposo te queremos tanto que puedes salir a la calle y gritar a los cuatro vientos que eres la persona más rica del mundo. Te prometo que nadie se alegra más de eso que yo, que el día después y con la resaca todavía a cuestas te vuelvo a recordar envuelta en un manto de felicidad y me sigues sacando una sonrisa. Porque si tú eres feliz, querida, todos los que te queremos lo somos. Y yo, hoy, soy muy muy feliz.

Atentamente:

Tu amigo.

lunes, 6 de abril de 2015

Estrechando el espacio

El sol brillaba con fuerza en una calle repleta de gente dichosa, ebria y deseosa de primavera. El calor en el interior se hacía sofocante y el ambiente ahogaba a una muchedumbre que, intermitentemente, salía afuera para encontrar un soplo de aire fresco que aliviase sus sudorosas pieles.

Ella bailaba a lo lejos una vez más. En esta ocasión le habían estrechado las baldosas, dejando menos espacio de maniobra a una danza que, a pesar de todo, no había perdido ápice alguno de sensualidad.
De nuevo la vio contonearse al son de alguna conocida canción y, otra vez, sufrió el enésimo amago de infarto. Su blusa blanca ondeaba en el ambiente como la bandera que aquel pobre infeliz hubiese querido levantar para pedirle que, por favor, dejara de atormentarlo cada vez que se encontraban. Su pelo se mecía de un lado al otro al compás de unas caderas que marcaban el ritmo de ese cuerpo de escándalo del que no podía despegar la mirada. “Hace mucho calor, ¿no?” le preguntaba un amigo de vez en cuando. “Vaya que si hace” contestaba él sin apartar la mirada de sus piernas.


La vio sonreír y pensó que se despeñaba contra el suelo. Se recordaba a sí mismo, media vida atrás, en alguna plaza desértica cruzándose con ella y sintiendo lo mismo, cayendo rendido ante los oscuros ojos de una preciosa mujer que parecía que nunca dejaría de arrancarle un suspiro.

Apenas consiguió entablar conversación con ella a pesar de que no hacía otra cosa que buscar una excusa para pasar por su lado. Demasiadas cosas los separaban, demasiados factores buscaban hundir el barco de un marinero que eligió mal todo, desde el perfume que ponerse esa tarde hasta el momento de nacer en aquella vida.

Pensó en ello, en los besos que no vendrían, en las caricias que se quedarían sin nacer. Vislumbró las noches de abrazos y pieles desnudas, de miradas silenciosas y de gemidos de pasión que quedarían mudos en dos bocas que parecían destinadas a no encontrarse nunca… y se le vino el mundo abajo.

Trató de sobreponerse rápido, pero no pudo. La tarde ya no calentaba igual, el sabor amargo del alcohol y el comienzo de la resaca llevó a que, poco a poco, los asistentes se marchasen a sus respectivas casas a guarecerse bajo las sábanas tras un sábado maravilloso que pasó tan rápido que parecía un chiste de mal gusto o una macabra broma. Y en el fondo, lo fue.

La noche lo volvió a atrapar entre sus redes, pero ya nada era como antes. Volvía a surcar los bares como si de océanos por explorar se tratasen, pero nada era igual. Las mujeres bailaban, los vestidos se ceñían, las risas se contagiaban e incluso los besos se producían, pero todo era más descafeinado, más soso, demasiado real para unos ojos que se habían colmado unas horas atrás y ahora parecían aburridos, distantes y cansados. 

Así que se marchó. Cogió las riendas de una noche mustia y triste y volvió a perderse en los recovecos de su memoria recordando la fabulosa estampa de unas horas atrás, rememorando las curvas de una chica que lo llevaba volviendo loco tanto tiempo que llegó a dudar que alguna vez hubiese estado realmente cuerdo. Morfeo los reunió poco después, y allí sus labios sí fueron inseparables, sus manos sí consiguieron desnudarla y sus palabras sí nacieron de su boca para decirle que, aunque pudiera vivir mil años, jamás encontraría a otra mujer que, necesitando tan poco espacio para bailar, consiguiera arrastralo a una locura más febril.

martes, 31 de marzo de 2015

El vestido azul

Entró al bar acaparando todas las miradas, como siempre había ocurrido desde que él podía recordar. Taconeaba firme, decidida y con la vista fija en la mesa donde la esperaban, como queriendo evadirse de los ojos de los curiosos, de los pensamientos libidinosos a los que ya estaba más que acostumbrada y que parecía que no terminaban de agradarla del todo.

Llevaba un vestido azul que se ceñía a su cuerpo de una manera tal que era imposible apartar los ojos de una silueta que se contoneaba con una distinción nata, con esa mezcla de naturalidad y sensualidad sólo al alcance de unas pocas. La tela se estrechaba desde la cima de la rodilla y casi se podía atisbar el tacto de su piel, o al menos eso desearon las dos docenas de hombres que la devoraron con la mirada en aquel restaurante. Incluido él, por supuesto.

Se sentó en una mesa lejana pero sus ojos no pararon de mirarla en todo momento, desgranando cada detalle de ese espectáculo que acababa de transformar una noche más en el principio de todas sus noches, de todos sus días, de cualquier relato que pudiera empezar después.

Sus ojos irradiaban elegancia y brillaban bajo los focos con una magnificencia que dejaba pocas dudas al espectador de la naturaleza señorial de lo que él recordaba como una chica que, de repente, se hizo mujer en algún lugar lejano y sin que se diese cuenta. Sus labios se humedecían de vez en cuando en el vino de una copa que no se terminaba de vaciar jamás. Sus manos, frágiles como las de una niña, se entrelazaban nerviosas de un lado al otro sin saber dónde parar. Su cuerpo se mecía pausando el tiempo, como si de un diapasón se tratase, hacia adelante y hacia atrás, acompañando el ritmo del tintineo de cubiertos o de las risotadas de un grupo de amigos que volvía a reencontrarse una vez más. Sobre ella se escribía la partitura de la velada, cada nota sonaba a su alrededor, cada compás empezaba y terminaba en su vestido azul. 

El chico estuvo tentado de pedir un bolígrafo al camarero para inmortalizar sobre papel todos los detalles de la escena, pero pronto cambió de opinión. Comprendió que no era necesario, que la trascendencia de aquel instante quedaría manchada por la tinta y que las palabras, aunque fueran conducidas por la inspiración colosal del momento, no podrían compararse a lo que su mente, días después, magnificaría para su deleite personal. Así que prefirió no perder el tiempo entre versos,  palabras o figuras retóricas y siguió allí exprimiendo cada detalle de una postal que, más pronto que tarde, debía llegar a su fin.

Y, finalmente, ella se marchó. 

No sin antes volver a acaparar los piropos mudos que un ejército de hombres parecieron querer gritar pero que, al final, quedaron en el tintero para jamás ver la luz. Él, por su parte, siguió bebiendo durante toda la noche sin dejar escapar la imagen de ese vestido azul que entró en tropel en su vida y se negó a volver a salir. Porque siempre le quedaría eso: la encomiable tarea de encontrar las palabras adecuadas para dejar constancia que, de vez en cuando, aparece de entre la nada una mujer que te deja sin aliento, que te eriza la piel, que es capaz de hacer que una inspiración que parecía dilapidada vuelva a resurgir como la lava de un volcán. Y para eso, queridos amigos, para que una noche más se convirtiera en el principio de todas las noches, sólo hizo falta un sonrisa preciosa, unos ojos que te atrapan y un cuerpo de locura encerrado bajo llave en las entrañas de un bonito vestido azul.