miércoles, 29 de enero de 2025

Días tristes

"El invierno es una putísima mierda. Y de ahí no me baja ni Dios."


La melancolía se palpa desde primera hora de la mañana. El suelo húmedo, la niebla desparramada por el ambiente como un bote de sopa que se cae en la encimera de la cocina. Algunos creen que el primer golpe de frío viene cuando cruzas la puerta de casa pero en invierno llega mucho antes, en el preciso momento en que suena el despertador y sacas un dedo fuera del único resquicio de felicidad que tiene esta mierda de estación: el edredón. Ahí comienza la pesadilla y no termina hasta que vuelves de nuevo a él mucho tiempo después. 

Siempre hace frío. Siempre. Cuando sales de casa, cuando bajas por el ascensor, cuando sacas la basura, cuando te subes al coche y durante casi todo el viaje, exceptuando los cinco minutos en que consigues que la calefacción termine de calentar ese habitáculo infesto y cuando, después de media hora, eres capaz de alcanzar la temperatura idónea, has llegado al trabajo y te toca apearte para, efectivamente, volver a toparte con el frío. Y así en todas partes y durante todo el día... y hay gente a la que le gusta esto.

El cielo varía del gris antracita al plateado, pasando por un color perla y ceniza. Todo gris. Las calles están desiertas, desangeladas como una postal antigua de Chernóbil. Las sonrisas desaparecen al igual que las piernas y las faldas, que es como quitarle al mundo las tres mejores cosas que tiene. Las pieles son pálidas, las ojeras se acentúan y todo, absolutamente todo, se vuelve mustio y triste porque no hay época más triste que ésta y no hay gente más triste que a quien le gusta el invierno.

Pasear por el campo pasa de ser un placer rejuvenecedor a un padecimiento constante. Hay charcos, hay barro, hay hielo, los árboles se han secado, los pájaros no tienen ganas de cantar y hasta el sol, en las pocas ocasiones en las que se atreve a salir, lo hace con desdén y deseando volverse a la cama con premura. Las terrazas están desiertas y las sillas de éstas, mojadas; como los bancos del parque y no hay nada más desagradable que sentarte en un banco mojado. 

No hay bullicio en las calles, no hay vida en las plazas ni pelotas rebotando contra las paredes ni columpios en movimiento ni viejas en las puertas ni peonzas ni señoritas leyendo en las cafeterías. No hay amantes besándose sobre el césped ni gafas de sol ni guirnaldas ni noches eternas ni ganas de pasear. No hay ardillas trepando a los árboles ni música ni colas en los quiscos de gominolas. No hay más que una ciudad taciturna que vaga entre la neblina espesa que enlaza un día tras otro, que copa de monotonía una vida que rueda por inercia hasta una primavera a la que muchos le imploramos que, por favor, haga ya su aparición. Gente tachando los días como presos encerrados entre los barrotes de una prisión de hielo, tedio y sopor; hombres y mujeres apresados en la quietud y el desasosiego, en la tristeza infinita de unos días que duran poco pero que, extrañamente, se hacen eternos.  

Días tristes estos que tocan vivir. A nadie puede gustar enero ni siquiera a quien nació en él pero, como en esta vida hay gente para todo, cada año me toca lidiar con los que, al parecer, sí les gusta. Más tonto soy yo por caer en la trampa, por querer explicarle al ciego lo preciosa que es una puesta de sol o al sordo lo maravilloso que es pararse a escuchar cómo trinan los jilgueros. 

No hay poeta enamorado del frío ni amante de la vida que pueda decir que ésta es una época para vivir. No hay nada más alejado de la vida en el sentido en que yo la concibo que la muerte que trae consigo el invierno, que la tristeza que lleva aparejada enero y su lluvia ni la melancolía con la que uno afronta cada día, cada hora y cada segundo de lúgubre desolación de este solsticio repleto de desamparo, penumbra y aflicción. Pero, como siempre, existe un resquicio de esperanza en este horizonte negro que se antoja infinito: queda un día menos. Un día menos para que la vida vuelva a triunfar, el sol caliente y los cielos vuelvan a ser azules. Un día menos para volver a mirar con la soberbia de quien se sabe vencedor a todos los amantes de esta estación maldita que, gracias a Dios, ya queda menos para que finalice. 

jueves, 14 de noviembre de 2024

Muerto en vida

Hace dos semanas que el cielo se desplomó sobre Valencia. Quince días de imágenes desgarradoras, de sonidos desesperantes, de testimonios que hielan la sangre, de barro y lodo, de lágrimas y desesperación, de pena, de angustia, de rabia y desolación.

He visto tantas cosas en mi vida que pienso que ya poco puede sorprenderme, que hay desgracias a las que me he acostumbrado de tal manera que me apena haber perdido cierta humanidad en ese aspecto. Lo que ayer te erizaba de pena la piel hoy pasa ya casi desapercibido y eso, con el paso de años, te va demonizando poco a poco hasta el punto de que a veces cuesta ver algo de ser humano en uno mismo. Sin embargo, hay días en que la vida te vuelve a hacer persona, te sacude de tal forma que vuelves a sentir hasta un punto que no creíste posible y el demonio impertérrito ante el mal ajeno se convierte en un hombre que se rompe con el dolor de los demás, que vuelve a la vida con una noticia y es ahí cuando uno siente que su alma no está tan perdida como creía. Ayer, a eso de las ocho y media de la tarde, yo volví a ser una persona frágil con lágrimas en los ojos y el corazón totalmente podrido de dolor.

"Se han identificado los cuerpos sin vida de los pequeños Rubén e Izán, de 3 y 5 años, desaparecidos en Torrent por la DANA" sería un titular ya de por sí suficiente para desgarrarte por completo. Pero, tristemente, había más: "los niños desaparecidos hace quince días cuando la fuerza del agua los arrastró mientras que su padre logró agarrarse a un árbol, donde permaneció cuatro horas".

No soy capaz, por mucho que lo intente, de poder comprender el dolor inhumano que ese hombre debió sentir durante esas cuatros horas. Me ha venido a la mente unas trescientas veces durante estas veinticuatro últimas horas lo que tuvo que soportar, lo que fue aquella sensación y la amalgama de desolación, impotencia y rabia que debió surgir en su interior. Lo imagino colgado de un árbol, empapado hasta las cejas de agua, barro y maleza, observando cómo la corriente se lleva consigo a sus dos pequeños. Lo veo llorando, bramando de rabia y de pesadumbre, enfrascado en una batalla interna entre la racionalidad que lo lleva a seguir agarrado de esa rama y un corazón maltrecho que lo anima soltarse para ir a una muerte segura en busca de sus niños. Lo veo destruido, muerto en vida, formando una diabólica contradicción entre un cuerpo que se acaba de salvar con un alma perdida que acaba de ser asesinada, que ha muerto en ese instante y que es perfectamente consciente de que jamás volverá a vivir. La imagen de los cuerpecitos perdiéndose en la oscuridad de la noche, la de sus manos soltándose, el grito seco de suplicio al hacerlo y cuatro eternas horas de soledad para recriminarse si se puedo hacer más. El tiempo pasando tan despacio que parece que jamás existió, el manto de una noche fría envolviéndolo todo, la lluvia golpeando con fuerza y el viento agitando las copas de árboles como ese mismo al que está sujeto. Si el infierno existe no creo que difiera mucho de lo que tuvo que ser esa estampa para aquel maltrecho corazón intentando salvar una vida que ya nunca más tendrá sentido.

Cuatro horas. Doscientos cuarenta minutos de terror, de una pena inmensa. El desconsuelo mezclado con el sonido de la corriente, el pavor al ver los coches chocando contra casas y árboles, el sabor del barro en la boca, el frío del ambiente acrecentándose por la ropa calada, la impotencias por bandera, la frustración de no haber podido hacer más, el odio a un Dios que te ha abandonado y se ha llevado consigo lo que más querías y tanto dolor dentro como jamás creíste que fuese posible sentir. Lo pienso, lo pienso y lo vuelvo a pensar y cada vez duele más, cada vez me hace más daño ese pavor ajeno que siento como propio y que, creo, cualquier puede hacer suyo. En todos mis años, de todas las historias que he escuchado en mi vida, no creo que haya muchas que más hayan marcado y me hayan hecho empatizar tan de cerca con un desconocido al que no pongo cara ni nombre pero al que no puedo más que intentar tratar como alguien cercano al que, ojalá, pudiera mandar fuerza en forma de palabras o de un cálido abrazo. Qué crudeza más grande, qué pena más inmensa y qué dolor incalculable causa en ocasiones la vida, tanto que ni las palabras pueden acercarte a él por mucho que uno lo intente, tanto que el despertar de un nuevo día ya no tiene sentido, tanto que una imagen te perseguirá para siempre y no te soltará jamás. Qué crudeza más grande debe ser seguir respirando sabiendo que moriste un día de lluvia donde la naturaleza te lo arrebató todo y te dejó vivo para que lo recuerdes eternamente. 

viernes, 1 de noviembre de 2024

Una gota

Supongo que todo tuvo que comenzar con una gota. Al final, si lo piensas bien, casi todo lo grande de esta vida empieza con un suspiro, con la levedad incrementándose poco a poco hasta hacerse magnífica. Una gota cayendo desde decenas de kilómetros de distancia y yendo a morir contra el parabrisas de un coche, contra las hojas de un árbol, contra el sombrero de un caballero o contra el alquitrán de algún camino recién asfaltado. Una gota.


Y luego, el infierno.


Intento ponerme en la piel de quien, de repente, comienza a ver un hilo de agua entrando por la rendija de su puerta. Corriendo, acude al cuarto de baño para coger algunas toallas que impidan el paso de la corriente pensando que pueda destrozarle la tarima, quizá la pintura de las paredes o algún mueble recién comprado pero sin imaginarse, porque quién sería capaz de hacerlo, que ese es el principio del fin, que ahí se acaba todo.


Me es imposible no sentir el pánico de esa pareja que, estando a punto de salir a recoger a los niños al colegio, se quedan sorprendidos de lo mucho que llueve. Observan, primero impactados, cómo las calles de un pueblo recóndito y repleto de quietud, se van llenando de agua poco a poco y luego, cuando el torrente de las montañas hace su aparición, el impacto pasa a ser pavor y las palabras de todos los días se transforman en rezos a un dios que parece haberte abandonado. Cómo puede cambiar tan rápido una vida, cómo puede ser la naturaleza tan cruel.



Barro y lodo, agua oscura portando consigo ramas, tierra, rocas y destruyendo todo lo que ve a su alrededor. Agua, la misma sustancia imprescindible que mantiene viva tus células es ahora la que te arranca la vida arrastrándote como un muñeco de trapo sin posibilidad alguna de hacerle frente. Fango y miedo, gritos de terror y llamadas de auxilio, pensamientos fugaces que se cruzan con un nivel que no deja de ascender, que ya casi te atrapa, del que no puedes escapar.


El pueblo del agua se ahoga y sus calles empedradas han quedado cubiertas de cieno. Las casas, arrancadas como si fuesen de paja; no queda rastro de sus fuentes, de su piscina natural, de las escalinatas que conducían a la plaza, de sus paredes blancas, sus árboles milenarios, la tenue luz de las farolas o las sonrisas de sus noches de verbena. Todo se ha perdido y tan sólo quedan el horror y la pena.


El horror de convivir con los muertos, de notar cómo el corazón se detiene con cada conteo de víctimas, con los testimonios de quien lo ha perdido todo, de quien brama de rabia porque la ayuda no llega o de quien muere de dolor porque la corriente se llevó consigo a quien más quería. 


Pena. Inmensa pena. Mensajes que encogen el alma, testimonios que hielan la sangre e historias que te vuelcan el corazón. Abuelos con el agua por las rodillas, bebés recién nacidos que no volverán a reír, muñecas repletas de barro que dan a entender que quien la portaba ya no está, padres llorando la peor de las pérdidas, hijos con la mirada perdida sin saber qué decir y tantas caras de desolación que la impotencia te abruma, que el desconsuelo se apodera de ti que el miedo te eriza la piel.


Rabia de ver a la peor calaña robando tiendas y saqueando comercios, como si no fuera poco para el autónomo que lo ha perdido todo ver cómo una panda de malnacidos le arranca de las manos lo poco que le queda. Qué curiosa es la vida y qué fácil saber, por otro lado, quién está en el lado bueno. Puentes abarrotados de gente con palas a la derecha de sus pantallas, escoria inmunda corriendo con móviles y botellas de cerveza a la izquierda. Ustedes deciden con qué se quieren quedar.


Miedo al volver a ser conscientes de la fragilidad de la vida, de lo rápido que todo puede desaparecer en un momento dado. Pavor a que tú pudieras haber sido uno de ellos y la melancolía de que los tuyos podrían estar ahí. Todas las emociones del ser humano que permanecen escondidas en la cotidianidad de los días, despiertan con toda la fuerza del mundo en situaciones como estas y te recuerdan que no eres nada y que estar aquí un segundo más es un regalo del cielo. Así que, joder, aprovéchalo. 



toda esa amalgama de sentimientos y emociones, de pensamientos y reflexiones comenzó con una gota de agua que luego pasó a ser un tifón. Pero también, con una gota empezó la esperanza de un pueblo que nunca deja a nadie atrás aunque sus gobernantes sí lo hagan. Cientos de personas desplazándose a donde el barro lo ocupa todo, a donde el agua lo abnega todo y a donde el miedo todo lo puede para dar esperanza a quien la perdió, para arrimar el hombro junto a quien ya no tiene fuerzas y para compartir con ellos lo poco que uno tiene.


Saldremos de esta, no os quepa duda… y convertiremos una gota de esperanza en una tormenta de generosidad y fraternidad como pocas veces se ha visto porque al final, como decíamos al principio, todo lo grande comienza con un suspiro, ya sea la peor de las tormentas o el más bello de los milagros. 





sábado, 31 de agosto de 2024

Elche de la Sierra


En la boca de la Sierra del Segura,

guarecido entre almendros y olivos,

yace un lugar centenario y tranquilo,

con olor a tomillo, jara y espliego,

sabor a candelaria, migas y romero.


Mi pueblo, mi tierra, mi patria chica,

de colores de viruta, tinta y serrín.

El lugar que me acunó y me dió la vida,

donde los amaneceres deslumbran

y las noches no conocen fin.


Elche de la Sierra,

tierra de lidia, amor y verbena.

Elche de la sierra,

campos de trigo y olor a azucena.

Elche de la Sierra,

la casa a donde siempre volver,

a encontrar un abrazo sincero

o el beso tierno de una bella mujer.


Cuna del novillo, la casta y el toreo,

trozo de una España que permanece inmortal,

cielos azules, parajes de cuento de hadas,

lugar donde se comparte con todo el que viene

las maravillas que la vida nos da.


Elche de la Sierra,

tierra de lidia, amor y verbena.

Elche de la sierra,

campos de trigo y olor a azucena.

Elche de la Sierra,

la casa a donde siempre volver,

a encontrar un abrazo sincero

o el beso tierno de una bella mujer.


Y si alguna vez me encuentro perdido,

las estrellas me traerán de vuelta aquí, 

a donde regresan mis mejores recuerdos,

de donde viene todo lo que he sido,

de donde nunca me termino de ir.


Elche de la Sierra,

tierra de lidia, amor y verbena.

Elche de la sierra,

campos de trigo y olor a azucena.

Elche de la Sierra,

la casa a donde siempre volver,

a encontrar un abrazo sincero

o el beso tierno de una bella mujer.



martes, 4 de junio de 2024

Cierra el colegio

 “Al lugar donde has sido feliz no debieras tratar de volver”.

Será porque suelo hacerle caso a casi todo lo que Sabina reza en sus canciones, hace ya mucho, muchísimo tiempo, que no paso por el Colegio Cristo Crucificado de Elche de la Sierra. No recuerdo, sinceramente, la última vez que pisé el asfalto de su entrada ni me senté en uno de los bancos de su jardín, bebí agua de la fuente de su patio o me asomé por alguna de las cristaleras de sus clases. Sin embargo, a pesar de que los recuerdos de las últimas veces en que estuve allí permanecen borrosos como una noche de barra de bar, sigue floreciendo entre mis mejillas, cada vez que recuerdo los años de mi niñez, la sonrisa perenne de quien sabe que fue allí y no en otro lugar donde transcurrió la época más dichosa de mi vida.

El rumor de que el colegio cerraba había revoloteado por mis círculos más cercanos durante, quizá, demasiado tiempo. Hace tanto que lo vengo oyendo que creía que no ocurriría pero, una vez más, la realidad se ha adueñado de la vana esperanza que nos quedaba a todos los que amamos ese edificio de paredes blancas y maderas ocres. Así que hoy ya se puede decir que la escuela de mi infancia cierra sus puertas para siempre. Parece que ya no hay vuelta atrás.


Para todos los que somos parte de ese pequeño pueblecito del sur de Albacete es una malísima noticia. Para todos. Lo es porque tras ese anuncio todavía no oficial se cimienta una realidad que afecta a cada uno de los habitantes de esa zona despoblada y resentida: la gente no quiere (o no puede) vivir allí. No hay trabajo, no hay recursos, no hay inversiones, no hay niños y, por ende, no hay futuro. Ese horizonte negro y atemorizante se cierne cada vez con más fuerza sobre el cielo de la Sierra del Segura, uno de los lugares más cautivantes que existen en este país e incomprensiblemente uno de los menos conocidos… aunque ahora que lo pienso, quizá ese sea el inicio de todos los males.

“Cierran el colegio” es una frase que todavía soy incapaz de asimilar y únicamente me atrevo a escribir en este texto que les regalo, todavía no soy capaz de decirla en voz alta aunque ya me la haya repetido tantas veces en la mente que no sabría con exactitud cuántas han sido. Se van tantos años felices que se antoja imposible de poder resumir en tan poco espacio. Miles de tardes de balón y bocata, risas como en ninguna otra época de la vida; los primeros amores, las carreras con el kart de don Antonio, flores de las hermanas destrozadas a balonazos, veranos de globos de agua y besos a escondidas, regañinas, partes, bicis colgadas de largueros, estuches volando por las ventanas, moscardones, peleas, excursiones, goles, canastas y mochilas cargadas de tanto peso que hoy sería delito de lesa humanidad. Se van decenas de niños hechos hombres y mujeres bajo su tejado, fe ciega, amistad pura, tablas periódicas, continentes, fracciones, oraciones, notas musicales y la lección más valiosa que me enseñó toda la gente maravillosa que sentó en la mesa principal de las clases por las que pasé: que el amor de Dios es inmenso y eterno y que, por ello, el nuestro debe serlo también con los que nos rodean.

Se cierra a cal y canto una puerta negra de chapa y queda solitaria una encina centenaria que, quizá por su larga experiencia, comenzó a perder unos años atrás sus hojas por la pena de lo que sabía que se avecinaba. Se acaba el Student Book,  el olor a golosina y chocolate, las ortodoncias y el acné, las camisetas de fútbol, los cromos, las canicas, los tazos y el sonido de la campana que anunciaba el fin del recreo. Se dejarán de escuchar las risotadas de felicidad de unos niños repleto de ilusión y quedarán relevadas a un vacío melancólico que nada tiene que ver con lo que una vez fue una época extraordinaria. Qué auténtica lástima que lo que fue un recinto plagado de juventud hoy se haya convertido en un solitario paraje falto de carcajadas y gritos, de sabiduría y conocimiento, de aprendizaje de vida y de cariño por doquier.

Se cierra mi colegio y parece que esa etapa ya tan lejana se cierra hoy para mí también… si es que quedaba algún atisbo de ella. Sin embargo, los recuerdos permanecen, no hay llave alguna que pueda clausurar tantísima felicidad, no os quepa duda. Siempre habrá hueco para ellos en el corazón de los que fuimos tan afortunados de pasar por allí y se grabarán a fuego en el alma hasta el día en que nos marchemos para siempre. Porque al final, parafraseando también al Maestro: “la vida no se cuenta por minutos sino por momentos” y en ningún sitio he vivido tantos instantes increíbles como los que viví en ese colegio que me hizo el hombre que soy hoy en día y al que siempre le agradeceré la educación que me dio, los momentos que me regaló y la gente que me presentó.