Se posa sobre una nube de luciérnagas que uno no alcanza a terminar de contar jamás. Miles de faroles la iluminan como la imagen de un ejército acampando frente al campo de batalla la noche anterior al combate. Resplandece como las olas del mar bañadas por una luna llena y te hipnotiza desde la distancia como el canto de una sirena segundos antes de hacerte naufragar.
Tanta historia entre sus murallas que por más que se intenta volver a atrás, al punto donde comenzó todo, es imposible encontrar un principio. De día, el cielo azul la adorna como una postal medieval, como el escenario de un cuento de hadas donde druidas, caballeros andantes, princesas de cabellos dorados, reyes y dragones viven mil y una aventura. De noche, se antoja tan bonita que uno no puede evitar tomar la primera salida que lleva hasta su valle para quedarse mirándola durante horas, bien abrigado cuando el frío aprieta o tumbado en sus colinas bajo un manto de estrellas en el estío. Quedarse mirándola te convierte en Ulises llegando a Ítaca, te rebosa un hormigueo repentino que te acaricia el corazón y te hace sentir vivo, cosa que se agradece en esta época en la que parece tan difícil conseguirlo.
Sus calles adoquinadas se pierden en un sube y baja constante, los rayos de sol van muriendo entre sus tejados conforme la tarda avanza, el sonido de las copas de vino tintinea en las terrazas más céntricas y el del agua del río te arrulla si sigues andando un poquito más. El Tajo la baña como una madre lo hace con un recién nacido: con mimo y consciencia. Sus aguas se aclaran y se oscurecen con las estaciones del año y hace que la postal nunca, jamás, sea igual que la última vez que la miraste. El Alcázar y la Catedral resaltan sobre todo lo demás pero Santo Tomé, San Juan de los Reyes o El Salvador le sirven tan a la perfección de acompañamiento que uno no sabe muy bien cuál es el primer plato y cuál el postre.El trinar de los pájaros en primavera o el susurro del viento en otoño acompañan una melodía milenaria que nunca tendrá fin, porque Toledo estuvo aquí mucho antes que todos nosotros y seguirá estando cuando nuestros corazones dejen de latir. Su casco seguirá guareciendo a amantes que buscan rincones ocultos donde besarse, a borrachos que maldicen su destino, a hombres tristes que amaron tanto en otra vida que ya sólo pueden llorar lo perdido y a jóvenes que creen que el mundo está sus pies y aún no son conscientes de que no somos más que peones en un tablero que no nos debe absolutamente nada.
Un conde moribundo se entierra en una de sus capillas y un rey eteno nació por aquí también. Por donde discurras hay historia, encanto, belleza y eso, probablemente, sea lo más grande que tiene esta ciudad: que no conocen fin los lugares que pueden fascinarte, que todo es nuevo aunque hayas regresado cien mil veces porque la luz, el tempo, la época o el estado de tu alma le dan un prisma distinto en cada ocasión. Es una ciudad prodigiosa y el sitio perfecto para echar a andar y no querer parar jamás. Toledo es magia, de esa que uno no creerías posible más que en historietas de viejas o leyendas medievales; pero es tan real como tú y yo, tan bonita como ninguna otra y te abraza con tanta pasión que, si pruebas su tacto no querrás probar el de ninguna otra. Jamás.
Surcar sus puentes te transporta en el tiempo y escuchar su canto te libera el corazón. Es un amante fiel que te recibe cariñosa y complaciente cada vez que la visitas y te evade de una realidad digital para llevarte a otra analógica mucho más sosegada, donde reinan la quietud, el buen gusto, los sabores y la belleza. Es un paréntesis en el trasiego, un remanso de paz sanador y un oasis de divinidad en un mundo cada vez más alejado de Dios. Ciudad de reyes y santos, de golfos, trovadores, caballeros y gente de mal vivir. Toledo es un viaje en el tiempo y una cita con eternidad; es vida, esplendor y pulcritud, lo que necesita un alma para entender de qué está hecha.