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martes, 7 de marzo de 2023

Apoyado en el cristal

La frente pegada al cristal mientras las últimas gotas de lluvia de la tarde rompen contra él con suavidad abrumadora. La vista puesta fuera, en la calle, en el bullicio de un mundo que comienza a salir de nuevo de su refugio después de haber corrido, tiempo atrás, a guarecerse. Los ojos vidriosos, el alma henchida, el corazón cansado y la mente puesta en ti. Pero tú no estás.

Una hilera de paraguas de colores desfila abajo y el claxon de los vehículos rompe la calma que la propia lluvia y Ludovico Einaudi han ido trayendo hasta el salón. Las botas de goma de los niños chocan con los charcos y el color grisáceo de los muros se acentúa con el agua. El sol se va perdiendo en el oeste y las nubes se dispersan más allá. El cielo vuelve, poco a poco, a hacerse azul, los pájaros comienzan de nuevo a piar, el agua se seca de los adoquines pero tú no estás aquí para verlo.

El papel del salón es tan horrible que intento no apartar la vista de la calle para no tener que verlo y volver a preguntarme, otra vez, por qué no estamos los dos pintando de blanco la pared del nuestro a muchos kilómetros de distancia, por qué no te veo manchada de pintura, con tu coleta en lo alto y esa sonrisa que me hace tan feliz como ninguna otra cosa en el mundo.

Una niña corretea por la acera y, segundos después, su madre la regaña por alejarse. Una señora mayor pasea con el carro de la compra y dos jóvenes se abrazan debajo de un paraguas azul, compartiéndolo a pesar de que ya ha dejado de llover. Me detengo a ver cómo una gota, azul como el mismo mar, va resbalando por el cristal, poco a poco, hasta morir en el alféizar. Justo después, el primer rayo de sol que consigue asomarse tras los nubarrones me golpea de lleno en la cara haciendo que achine los ojos recordándome, inmediatamente, la forma en que lo haces tú cuando te ríes. Y vuelvo a preguntarme, de nuevo, por qué no estás aquí.

Me abrazo las rodillas encima del sillón y noto el aire cálido de la bomba del techo entrando por el hueco que deja la sudadera en mi espalda. Los ojos se me empiezan a entrecerrar por el placer inmenso que forma la música, la tarde pluviosa y ese calor que me arrulla como un gato frente a una chimenea. Mi mente divaga hasta el infinito pero, irremediablemente, siempre llega a ti, como si fuese la brújula que todo lo guía, como si mi cerebro no pudiese pasar cinco minutos sin acordarse de tus ojos oscuros, de tu pelo dorado, de tus manos, de tu cuello y de cada lunar de tu espalda y de tu pecho.

Al final, la tarde vuelve a llegar a su fin, como tantas otras desde que no estás y yo me marcho a la cama con un nudo en el estómago, ese que viene a recordar la sensación que, aunque conocida, no deja de ser igual de dolorosa que lo fue la primera vez: la de saber que el tiempo se me va escapando como granos de arena cayendo por entre mis dedos, que ya queda menos para que todo termine… y que sigues sin estar aquí. No creo, he comprendido con los años, que haya algo peor que eso, que saber que se escapa una vida lejos de la persona con quien quieres pasarla cada segundo que te quede.Pero nadie dijo que esto, la vida, fuese lo que a uno le gustaría que fuese.

domingo, 19 de febrero de 2023

Toledo

Se posa sobre una nube de luciérnagas que uno no alcanza a terminar de contar jamás. Miles de faroles la iluminan como la imagen de un ejército acampando frente al campo de batalla la noche anterior al combate. Resplandece como las olas del mar bañadas por una luna llena y te hipnotiza desde la distancia como el canto de una sirena segundos antes de hacerte naufragar.

Tanta historia entre sus murallas que por más que se intenta volver a atrás, al punto donde comenzó todo, es imposible encontrar un principio. De día, el cielo azul la adorna como una postal medieval, como el escenario de un cuento de hadas donde druidas, caballeros andantes, princesas de cabellos dorados, reyes y dragones viven mil y una aventura. De noche, se antoja tan bonita que uno no puede evitar tomar la primera salida que lleva hasta su valle para quedarse mirándola durante horas, bien abrigado cuando el frío aprieta o tumbado en sus colinas bajo un manto de estrellas en el estío. Quedarse mirándola te convierte en Ulises llegando a Ítaca, te rebosa un hormigueo repentino que te acaricia el corazón y te hace sentir vivo, cosa que se agradece en esta época en la que parece tan difícil conseguirlo.

Sus calles adoquinadas se pierden en un sube y baja constante, los rayos de sol van muriendo entre sus tejados conforme la tarda avanza, el sonido de las copas de vino tintinea en las terrazas más céntricas y el del agua del río te arrulla si sigues andando un poquito más. El Tajo la baña como una madre lo hace con un recién nacido: con mimo y consciencia. Sus aguas se aclaran y se oscurecen con las estaciones del año y hace que la postal nunca, jamás, sea igual que la última vez que la miraste. El Alcázar y la Catedral resaltan sobre todo lo demás pero Santo Tomé, San Juan de los Reyes o El Salvador le sirven tan a la perfección de acompañamiento que uno no sabe muy bien cuál es el primer plato y cuál el postre.

El trinar de los pájaros en primavera o el susurro del viento en otoño acompañan una melodía milenaria que nunca tendrá fin, porque Toledo estuvo aquí mucho antes que todos nosotros y seguirá estando cuando nuestros corazones dejen de latir. Su casco seguirá guareciendo a amantes que buscan rincones ocultos donde besarse, a borrachos que maldicen su destino, a hombres tristes que amaron tanto en otra vida que ya sólo pueden llorar lo perdido y a jóvenes que creen que el mundo está sus pies y aún no son conscientes de que no somos más que peones en un tablero que no nos debe absolutamente nada.

Un conde moribundo se entierra en una de sus capillas y un rey eteno nació por aquí también.  Por donde discurras hay historia, encanto, belleza y eso, probablemente, sea lo más grande que tiene esta ciudad: que no conocen fin los lugares que pueden fascinarte, que todo es nuevo aunque hayas regresado cien mil veces porque la luz, el tempo, la época o el estado de tu alma le dan un prisma distinto en cada ocasión. Es una ciudad prodigiosa y el sitio perfecto para echar a andar y no querer parar jamás. Toledo es magia, de esa que uno no creerías posible más que en historietas de viejas o leyendas medievales; pero es tan real como tú y yo, tan bonita como ninguna otra y te abraza con tanta pasión que, si pruebas su tacto no querrás probar el de ninguna otra. Jamás.

Surcar sus puentes te transporta en el tiempo y escuchar su canto te libera el corazón. Es un amante fiel que te recibe cariñosa y complaciente cada vez que la visitas y te evade de una realidad digital para llevarte a otra analógica mucho más sosegada, donde reinan la quietud, el buen gusto, los sabores y la belleza. Es un paréntesis en el trasiego, un remanso de paz sanador y un oasis de divinidad en un mundo cada vez más alejado de Dios. Ciudad de reyes y santos, de golfos, trovadores, caballeros y gente de mal vivir. Toledo es un viaje en el tiempo y una cita con eternidad; es vida, esplendor y pulcritud, lo que necesita un alma para entender de qué está hecha.

miércoles, 25 de enero de 2023

Treinta y seis

Treinta y seis velas abarrotan un pastel que parece no tener hueco para albergar ni una sola más. “Pronto” – piensa él – “habrá que empezar a tirar de números para que la tarta no parezca un tiroteo”

Treinta y seis años de ilusiones y sueños, de miles de horas despegado del mundo, vislumbrando realidades paralelas, amores imposibles, lugares inhabitados y triunfos que lograr. Instantes reales y también oníricos que se vuelven tangibles; lágrimas de pena y también de felicidad.

Más cerca de los cuarenta que de los treinta, pero con la tranquilidad casi absoluta de que eso lo comencé a asimilar en el momento en que soplé la trigésimo quinta. Así que, un año después, es menos doloroso tenerlo tan claro.


Treinta y seis millones de palabras escritas, dedicadas a la vida y al amor que, cada vez lo tengo más claro, no deja de ser lo mismo. También a la cerveza y a los amigos, a ciudades que se postraron frente a mí, puestas de sol, vestidos ceñidos y besos que no volverán. A mujeres que robaron por un segundo mi corazón y a quien se lo llevó un buen día para nunca regresarlo. A esa otra en la que piensas cuando visualizas en tu mente a la madre llamada a curar las heridas de los hijos que no tienes y que no estarán nunca tan heridos como lo estás tú. Treinta y seis años de amar tanto la vida que uno siente pena de que cada vez nos quede menos por aquí. Pena de eso, que no de la muerte, porque cuando la de oscuro tenga a bien venir a buscarme, partiré con tantos paisajes en la retina como pocos podrán presumir. Con abrazos cálidos y labios húmedos, noches eternas y estrelladas y amaneceres frente a diosas de otro planeta. Y sí, también con la certeza plena que frente a mí desfiló la mejor panda de amigos de la que jamás fue testigo este planeta.

Treinta y seis años temeroso de Dios y agradecido, a la vez, por tanto que me ha dado. Sangre blanca por las venas, muchas Copas de Europa y noches sin dormir. Música y cine, libros por castigo, naturaleza, aire puro y el mundo a mis pies. Siestas de edredón, migas y gin tónic y haber comprendido que los momentos se exprimen y que el “ya lo haré mañana” nunca llega. Orgulloso de las franjas rojigualdas que visten mi bandera, de decir lo que pienso aunque moleste, de mi gente, de mi tierra y de todo lo que soy… porque todo lo que soy y lo que dicen de mí, para bien o para mal, se lo debo a ellos.

Treinta y seis años bañados en tinta y tinto, añorando vestidos amarillos que no quisieron colgarse en el armario de casa pero sabiendo que son eternos allá donde sólo podrán perfeccionarse: en lo más profundo de mi ser. Treinta y seis años de palabras y hechos, de sueños cumplidos, de piropos y besos, de corazones partidos y un amor tan grande que no cabe en el pecho. No pediré mucho más, lo que sí pido, si me lo tienen a bien, es vivir lo que me quede con la misma intensidad con que lo se ha hecho en el trayecto hasta este punto y final.

martes, 10 de enero de 2023

Tic tac

Tic tac

A lo lejos, quien aporrea con melancolía las teclas de este ordenador, puede vislumbrar la trigésimo sexta vela en una tarta, crepitando en una habitación oscura y solitaria, a la espera de armarse del suficiente valor para insuflar aire y apagarla junto al resto de sus compañeras mientras pide el mismo deseo que lleva años sin cumplirse.

Tic tac

Tiende a formarse también en su cabeza la imagen de un enorme reloj de arena que, poco a poco, deja caer sus granos a un recipiente inferior cada vez más lleno. Es recurrente y, extrañamente, cada vez rebosa más, como si su mente le fuese alertando sin él darse cuenta, que el tiempo pasa y no vuelve. El depósito va colmando y él, haciendo cuentas, entiende que quizá haya pasado ya el ecuador de una vida que transcurre tan deprisa que parece que comenzó ayer.

Tic tac

Lo decía Jonathan Rhys-Meyers en aquella escena de los Tudor y hoy, vagando de nuevo en pensamientos y memorias, viene a recordárselo él a ustedes: cada segundo cuenta. Probablemente se lo tomen a slogan publicitario o a mensaje de película de domingo tarde, pero no hay nada más cierto, nada más real ni verídico que asimilar que nos queda un segundo menos que hace un segundo y ahora, casi sin quererlo, otro menos que hace dos. La triste realidad de quien comienza a ser consciente de que las arrugas de su cara irán acrecentándose y las canas que peina su barba sólo tendrán a multiplicarse. 

Tic tac


No hace mucho, como el señor mayor que está a punto de ser, se lo comentaba entre copas a un grupo de chavales de esos con granos en la cara, vitalidad incesante, sonrisa tímida y mucho por vivir. “Si te llama un amigo para tomar una cerveza, ve”, “Si te invita una chica a su casa, ve”, “Si tu padre te pide comas con él, ve” porque llegará un día en que ya no hagas planes con tus amigos, las chicas dejen de fijarse en ti y tu padre se haya marchado a un lugar donde sólo podrás recordarlo con rezos. Ellos lo miraban obnubilados, como lo hacía él cuando tenía su edad con los pelmazos que me repetían lo mismo que ahora les narra. Y ahí, en sus caras, veía realmente el ciclo de la vida en todo su esplendor y comprendía que los viejos que ya no están tenían tanta razón como la tiene él ahora. Y esos chicos también lo entenderán algún día.

Tic tac

Porque nada importa más que las pequeñas cosas: las mañanas de frío rompiendo en tu cara mientras comienzas la subida a una montaña o los abrazos de la ronda cuando llegas al bar donde te esperan los tuyos. El primer beso o el momento de certeza manifiesta en que sabes que no querrás otros de una boca diferente. Acostarte tarde leyendo o el sonido de la primera copa de vino que nunca suena igual que las demás. Un gol en el campo, que siempre son mejores que en la tele; el sabor del perfume en el cuello de una bonita mujer, el olor a primavera o quedarse tumbado contando estrellas en la oscuridad de un cielo de verano. Despertar en el calor del edredón, bañarse en las aguas del mar de noche, el amargor de un sorbo de whisky que siempre tiende a evocar un pasado mejor y atrae al final de tus lagrimales la gota de pena más azul que nadie puede imaginar cuando has consumido media botella y recuerdas lo que te prometiste no volver a recordar.

Tic tac

Algunos minutos perdidos leyéndome y otros que perdí yo escribiéndole a ustedes. Esos, los de tinta y pluma, los disfruté como casi siempre que vago en el océano infinito de palabras queriendo abrirme de una manera que, quizá, de otra forma no sé hacer. Si alguna vez me echan en faltan recurran a estas letras para recordarme porque aquí está todo lo que soy. Y si en alguna ocasión quisieran consejo tan sólo quédense con éste: lo único que vale la pena, lo que de verdad cala y por lo que hay luchar, es por exprimir el tiempo de ese reloj de arena que no para de desgranar. Vive, coño, vive… de la manera que quieras y te hinche el corazón, pero no consientas que las manecillas se detengan un día sin haber tenido tantos momentos intensos que seas incapaz de recordarlos todos.

Tic tac 

martes, 2 de agosto de 2022

Hogar

El sol calentaba tan fuerte en lo más alto del cielo que, incluso en el interior del coche y con el aire acondicionado puesto, uno sentía cómo las gotas de sudor resbalaban por su espalda, una a una, empapando una camisa blanca que, más pronto que tarde, dejaría de serlo.

“Hogar es una palabra que me encanta” se escuchó a través de un micrófono no mucho después. La voz, la de un amigo de esos de siempre, de los que ves poco pero con los que has vivido mucho, de los de anécdotas, cerveza, sonrisas y fiesta; de los que cuando echas la vista atrás aparecen, de repente, en casi todos tus recuerdos. “Tiene connotaciones y significados que me encantan” – proseguía él con su discurso de boda - “evoca recuerdos, olores, visiones y sensaciones que me hacen sentir bien”.

Me dio para pensar, claro, como siempre que una frase se me hace bonita y alegremente novedosa, sea donde sea que la escuche. Esta vez, frente a aquel caserón de grandes balcones blanquecinos que recordaba a las de los campos de algodón norteamericanos y mientras intentaba elegir una foto decente que adornase alguna red social.

Hogar evoca, como bien decía él, demasiadas cosas y ninguna de ellas es mala. Es de esas pocas palabras que suenan bien y significan aún mejor, de esas que te sugieren bonitos futuros y que, por qué no decirlo, te hacen volver a pasados que casi siempre se antojan más plácidos.

Hogar. Allá donde los abrazos son sinceros, donde te cobijas de todo lo malo, donde todo es natural, real, verdadero. El lugar donde eres tú, donde no tienes que fingir, donde te esperan, si tienes suerte, con un “hola, cariño, ¿Qué tal el día?” y una taza de chocolate caliente si hace fío en la calle. Hogar. El trocito de vida que creas con la persona a la que le has regalado lo más importante que tienes: tu corazón. El sitio donde la calma se hace eterna, donde los problemas se solucionan a grito pelado y, luego, se terminan de enmendar sudando como animales en el colchón. El oasis donde pacen los labios que más veces te susurran un ‘te quiero’, la guarida donde todo sabe mejor, donde te asilas cuando el mundo te odia, te desprecia o, simplemente, te trata como a uno más. La colmena que produce la más dulce de las mieles. Allá donde el tiempo se detiene, donde la confortabilidad es rutina y el sitio al que quieres retornar siempre que llevas mucho en cualquier otra parte. Hogar. Donde eres importante, fundamental me atrevería a decir. Junto a quien te quiere a pesar de tus defectos, junto a esos ojos que, quizá, pasan desapercibidos muchas veces pero que luego echas tanto de menos que no sabes si volverás a querer igual. Allá donde dos se hacen uno para luego formar algo mayor que cualquiera por separado. Hogar. Donde todo es sosiego, libertad, serenidad, paz y confianza; el sitio más maravilloso que existe en el mundo, el único lugar del universo donde eres realmente tú.

Hogar. La fortaleza que quise erigir contigo, el camino que comenzaba con un felpudo de Ikea, muebles color caoba y la ilusión de dos niños que se hicieron mayores demasiado rápido. El recuerdo de aquel turbante, la sensación de que teníamos el mundo a nuestros pies y el resto del tiempo para querernos mucho y para querernos bien. Hogar. La remembranza de lo que pudo ser y no será o, peor aún, de lo que me hubiese encantado que fuera y jamás se dio la oportunidad. Hogar. Donde te espero aunque estés lejos, donde siempre te esperaré tal y como prometí en su día. Así que ya sabes dónde estoy y dónde, si quieres, puedes venir a buscarme si alguna vez te despistas. Sigue las baldosas amarillas, las miguitas de pan, las flechas doradas o las palabras que todavía están en tu memoria y llegarás, te aseguro que lo harás. Y allí, en ese preciso momento, en ese lugar, todo volverá a empezar, será como si nunca te hubieses ido, será el primer ladrillo del que siempre fue nuestro hogar.

miércoles, 16 de marzo de 2022

Guerra nuclear

Suenan sirenas y gritos en las calles, el cielo se tiñe de naranja y la desesperación se hace dueña de todo lo que nace fuera de esas cuatro paredes. La cuenta atrás ha comenzado, cuarenta y cinco minutos, nos dijeron, tres cuartos de hora desde que se presiona el botón hasta que todo desaparece. Y él acaba de contar cuatro. Quedan cuarenta y uno. Nada más.

Difícil llegar a cualquier sitio importante, prácticamente imposible terminar todo en los brazos de alguien que merezca la pena. “Qué curiosa la vida”, piensa él, “tantas veces rechazando el beso cálido de quien te lo quiso dar y hoy desearías un par de horas más para poder morir allí”. Pero no podrá ser. No queda tiempo suficiente.

Pasa los siguientes segundos en la quietud de una casa vacía, pensando en todo lo que queda por vivir y que ya no podrá ser, con una sensación difícil de explicar, mitad pena y mitad temor de si habrá sufrimiento o todo sucederá rápido.

Una lágrima resbala por su mejilla y es ahora, al borde del apocalipsis, cuando comienzan a surcar su mente recuerdos de un pasado mejor, las imágenes más bonitas de una vida que para algunos quizá fuese demasiado corta pero que, a estas alturas, parece plena… al menos todo lo completa que alguien de su edad pudiese desear. Faltaron cosas, por supuesto, algunas importantes y otras algo menos, pero en la balanza de la plenitud, esa que mide el nivel de felicidad que has experimentado, salimos bastante bien parados. “Porque sí”, piensa el chico, “podemos dar gracias a Dios por todo lo que hemos vivido, por tantos momentos buenos y otros tan increíbles que parece difícil de haber conseguido realizar”.

Se levanta del sofá y se dirige a las cinco botellas de vino que reposan sobre la estantería. Abre la mejor, claro, no habrá tiempo para descorchar otra. Enciende el reproductor de música para acallar los claxon de los vehículos que quieren huir allá a lo lejos y que aún no son conscientes de que no hay escapatoria posible, que todo va a terminar en un poco más de media hora. Se sirve la primera copa, relamiéndose en ese sonido que emana de la botella al caer y que siempre fue su favorito. Bebe un trago. “Delicioso” – se dice para sí antes de volver a sentarse y buscar una posición cómoda para acabar sus días. Se lleva de nuevo el cristal a los labios y vuelve a beber evadiéndose de allí a la velocidad del rayo, surcando océanos de tiempo, que diría Bram Stoker, para volver a encontrarse con ella, para vislumbrarla en su mente una última vez. Y allí aparece de nuevo.


Le sonríe con dulzura, con las mejillas sonrojadas y sus ojos vidriosos. Lo recibe con un abrazo y luego lo besa en la mejilla. El sonido de su voz se cuela en sus tímpanos como la más bonita composición musical  y el roce de su piel se hace el lugar perfecto para decirle adiós a esta vida que está por terminar. La besa y, sin estar ella presente, siente sus labios como lo hizo antaño, porque podrían pasar cien mil millones de años y ese sabor jamás se marcharía del todo de su boca. Le dice que la quiere, que siente haberla dejado ir, que ojalá todo hubiese sido distinto y que se arrepiente de todo lo que le ha llevado a tener que inventarse ese final en su mente, a que no pueda ser real, a que ahora, cuando la guerra toca a su fin y la corneta de los cuatro jinetes resuena con fuerza, no esté ahí viendo arder el mundo junto a él.

El cielo se ennegrece y el miedo se apodera de todo. La luz artificial desaparece y todo queda gris. Él rompe a llorar. Lo que parecía una lágrima perdida se convierte en un manantial sin final aparente que, sin embargo y aunque muchos no lo crean, no tiene nada que ver con el miedo a lo que vendrá, sino con la resignación de que ella está ahora en los brazos de otro que sí podrá acabar sus días con la mujer más maravillosa de cuantas existen mientras que él, ese pobre desdichado con la boca azulada por el vino, se tendrá que conformar con un recuerdo insulso que nunca se marchó del todo.

Vuelve a mirar el reloj antes de volverse a llenar la copa. Apenas unos segundos para que todo termine. Cierra los ojos, saborea de nuevo el líquido y piensa por última vez en ella. Y entonces, el sonido ensordecedor de un proyectil termina con todo cuanto conocimos y se lleva consigo el corazón roto de un chico empapado en vino y totalmente borracho de amor.