lunes, 17 de marzo de 2025

Paz

"Me daba tanta paz..." - susurró al infinito antes de quebrarse frente a la copa de vino que hacía las veces de confidente en esa noche lluviosa del mes de marzo. Y tras el enésimo sorbo, ahogándose como antaño en ella, recitó un soliloquio que se perdió por entre las paredes perladas de la alcoba antes de desaparecer para siempre en las fauces de una noche que ni siquiera tuvo la decencia de prestarle atención. 

"Sus ojos anacarados cruzándose con los míos al despertar, sus labios custridos de vida que bañaba de tanto en cuando en un lápiz de cacao rosáceo, su pelo castaño que se tornaba dorado cada ciertos meses, sus manos delicadas, su voz quebradiza, su constelación de lunares en el pecho, sus dedos entremezclándose con los míos y todos esos 'te quiero' a los que por fin pude responder.

Fue mi Yalta, mi Versalles y mi París, la quietud tras la tormenta o el sonido de las chicharras inundando las noches de verano. Los cañonazos de la vida dejaron de tronar en mi interior con el primer beso en aquella noche estruendosa repleta de cerveza y pasión, de banderas azules y amarillas de países escandinavos. Los crímenes acaecidos en tiempos pretéritos encontraron perdón entre las yemas de sus dedos y todos los pecados anteriores fueron perdonados por una diosa que transformaba su piel del marfil de enero al bronce de mediados de julio con la misma facilidad con que mecía mi destino a su antojo.

Me daba paz como los jilgueros se la dan a las ardillas en el bosque o la brisa marina lo hace con la tez de quien va a la orilla a olvidarse de todo lo demás. Una paz que parecía inquebrantable, eterna, celestial; una paz que amansaba corazones y apaciguaba almas heridas en contiendas pasadas. 


Paz. La misma que encuentra el bebé en brazos de su madre, con la que te topas cuando has llorado tanto de dolor que no queda dentro de ti una lágrima más, la de Dios cuando acudes a Él con rezos sinceros, la de Bach y Verdi, la de las letras de libros repletos de polvo que, de repente, salen de una estantería y se vuelven a abrir. La paz eterna de quien sabes que te ha robado el corazón como el que le arrebata a un niño su bolsa de caramelos: sin oposición alguna y con el convencimiento de que no habrá fisuras en el plan.

Guarecerme entre sus senos antes de dormir o agarrarla por la cintura cuando el sol asomaba a lo lejos. Las mañanas de octubre donde tan sólo se escuchaban las gotas golpeando contra el cristal o las tardes de mayo cenando en aquella mesa minúscula de conglomerado; el recuerdo de las velas apagándose en las noches más frías por el contraste del hielo con el vaho de un cuarto de baño hechizado de pasión, Rioja y amor. 

Y cuando pensaba que el reinado de los Borgia había concluido y mi época de reloj de cuco acababa de comenzar, se marchó por la puerta sin avisar como suele ocurrir cada vez que los milagros entran en mi vida. Quizá fue por un trapo rojo humedecido en exceso, quizá porque así lo quiso la el destino o quizá, simplemente, porque el guerrero que ha batallado en el mismo infierno no es merecedor del sosiego al que sólo los dioses y los sabios son capaces de aspirar y que, por desgracia, muy pocos consiguen. 

domingo, 9 de marzo de 2025

Ribera del Duero

Campos embarrados, nubes violáceas, golondrinas en el cielo y olor a hierba mojada. Carreteras infinitas que conectan pueblos moribundos que se aferran a la vida como el náufrago a merced de un mar embravecido lo hace con un flotador. Allá donde el tiempo no transcurre, donde el reloj se quedó encallado en épocas pretéritas de armaduras, enaguas, coronas, cruces, cruzadas y espadas. Campos de Castilla, Ribera del Duero, paisajes grisáceos, encinas, murallas, lacayos, barricas de roble y tierra por labrar.

Las campanas de las iglesias tan sólo repiquetean para ahuyentar a las cigüeñas que anidan sobre ellas y ni siquiera eso consiguen. Las calles están desiertas, las farolas apenas alumbran y tan sólo humean un par de chimeneas de las cientos que se alcanza a otear. Huele a leña, incienso y soledad. Las viejas se guarecen en el brasero y los jóvenes, si es que queda alguno por allá, se refugian en el sabor del vino para ahogar sus penas, para rezarle a cualquier dios que pueda escucharle una plegaría de desesperación que desgarra el alma y pide auxilio para salir de una vida de arado, sarmientos, frío y quietud.

No deja de llover durante el día y por la noche las gotas golpean con dureza el techo de la buhardilla. Las tejas aguantan las embestida con tesón, como llevan haciendo tantos años que uno ya ha perdido la cuenta y lo hacen hasta que los pájaros, madrugadores, trinan anunciando el nuevo día y un pequeño descanso de sol con unos rayos tenues que amenazan con pronto desaparecer. El frío ennegrece los paisajes rociando con un gris platino el horizonte y dándole tonalidades oscuras a lo que en no mucho tiempo serán verdes prados repletos de trigo, cebada y vid. Y ahí, en la tierra del desconsuelo y la soledad, en el lugar milenario que parece haber sido abandonado a su merced, nace un néctar maravilloso hecho por el hombre con el único propósito de acercarse un poco más a Dios.

Su amargor atrapa, engancha como una droga y abre los poros del alma como un soplo de aire lo hace con el ahogado. Su color se asemeja al de la sangre porque no hay bebida más pasional; su olor transporta a Castilla, su tacto amilana y su cuerpo enamora casi como el de una bella mujer. "El vino siembra poesía en los corazones" dijo el poeta que describió el infierno al detalle y bien sabe Dios que no es por casualidad, porque allí, en el mismismo abismo, rodeado de ascuas, llamas y olor a azufre, no se bebe otra cosa.

Descorchar la botella ya se torna un placer y quien conoce a este humilde juntaletras sabe que el sonido más bonito de cuantos se escuchan es el del líquido resbalando por el cristal en la primera copa. Ese néctar oscurecido por la piel de la uva, rojizo, acaramelado y redentor rezuma pasión y angustia, amor y placer, lujuria, calor y vida. Se introduce en la boca y embadurna de sabor cada parte de ella: entumece la lengua, adormece las encías y consigue hacerte salivar como la campana de Pávlov. Luego, resbala por la garganta acariciando sus paredes como un enamorado lo hace con los senos de su amada, con la mezcla exacta de dulzura y frenesí. Eleva la temperatura corporal un par de grados, los necesarios para que una noche fría de marzo se vuelva tórrida y abrasora. El crepitar de la leña y el sabor del Ribera incitan al pecado por eso están equivocados quienes afirman que el vino es la bebida de los dioses, son estos necios los que no han entendido que es el mismo Lucifer quien se regodea en su trono de brasas y calaveras con las consecuencias de su creación porque nadie se halla más cerca del infierno que quien se deja engañar por el sabor de la uva fermentada, del cambio químico que se produce cuando el azúcar del fruto se convierte en alcohol y que, indirectamente, lleva a que la inocencia se transforme en impudicia y sensualidad. 

La ropa se hace innecesaria, las caricias se vuelven pecaminosas, las bocas se enfrentan en una guerra sin cuartel y el contraste entre el ambiente gélido de la calle y el averno retrotraído a una casa vieja de madera y piedra se asemeja más al de una novela que al de la vida real. Gemidos de pasión, éxtasis, embestidas y acometidas, embelesamiento y fascinación, amor elevado a la enésima potencia y la certeza de que si hay algo que pueda resumir lo que es la vida en su más puro, profundo e intrínseco concepto, son las noches de música, lumbre y vino. Ahí nace y muere el espíritu animal del ser humano, en el embrujo de un líquido que la naturaleza le regaló al hombre para que, por un momento, dejase de ser mortal y se convirtiese en deidad.