El folio en blanco copaba la
pantalla del ordenador mientras él, acostado boca abajo en la cama del
dormitorio, comenzaba a desquebrajarse la cabeza pensando sobre qué escribiría
esta vez. Se le acababan las ideas. Notaba que, de un tiempo a esta parte, la
quietud de una vida vacía de aventuras lo había apartado de los grandes temas
sobre los que pronunciarse y eso, para cualquier escritor en particular y
cualquier persona en el aspecto más amplio y general del propio concepto, era
algo tremendamente pesadumbroso.
Recordaba con nostalgia aquellos
tiempos en los que la vida le prometía un futuro lleno de esperanzas y sueños
por cumplir y se entristecía pensando que, como tantas y tantas veces le habían
recordado los más viejos del lugar, la vida no siempre cumple sus promesas. El
tiempo iba pasando y los días transcurrían como una fila de hormigas
recolectando comida, sin descanso ni atisbo de detenerse. Comenzaba a pensar
cuántos lugares le quedaban por visitar y cuánta gente por conocer; todo lo que
aún no había visto, ni oído, ni olido ni amado y, poco a poco, la realidad se
iba apoderando de un alma que una vez, en un tiempo no muy lejano, fue
totalmente soñadora y extremadamente libre.
Maldecía y despotricaba contra
todos aquellos entes, físicos o simbólicos, que lo habían privado de sus sueño
y de sus más hondas fantasías. Calumniaba y criticaba a aquellos hombres gordos
y metidos con calzador en trajes pagados con el sudor de gente como él que le
habían arrebatado una vida distinta que jamás tendría y que nunca llegaría si
quiera a degustar. Sin embargo, no podía dejar de cabilar que también él tenía mucha culpa de la quietud
intelectual y sensitiva que se había apoderado de su existencia
transformándola en una monotonía de la que jamás pensó que se sentiría tan
plácidamente disgustado.
Recordó aquella obra cinéfila de Milos Forman, donde un joven Tom Hulce en el papel de Mozart, perdonaba al mundo la mediocridad de su existencia a la vez que aquel Salieri, llevado a la perfección por Fahrid Murray Abraham, enloquecía de envidia hacia un genio que se llevaba los méritos que él siempre soñó. “A mí nadie me ha dado la oportunidad” se repetía desquebrajando su cerebro y su alma en un lamento mudo que era, si eso es posible, más estruendoso que el grito de rabia más fuerte de que se tuvo constancia.
Recordó aquella obra cinéfila de Milos Forman, donde un joven Tom Hulce en el papel de Mozart, perdonaba al mundo la mediocridad de su existencia a la vez que aquel Salieri, llevado a la perfección por Fahrid Murray Abraham, enloquecía de envidia hacia un genio que se llevaba los méritos que él siempre soñó. “A mí nadie me ha dado la oportunidad” se repetía desquebrajando su cerebro y su alma en un lamento mudo que era, si eso es posible, más estruendoso que el grito de rabia más fuerte de que se tuvo constancia.
Y fue por eso por lo que quizás
nuestro protagonista encendió el ordenador aquella mañana de hace unos cuantos
años para plasmar en papel cibernético las notas de una música armoniosa como
pocas, probablemente el sonido que más calma le producía a ese chico vacío de
esperanza y sediento de justicia. Era aquel teclear lo que más feliz le hacía y
que su audiencia fuera tan sensiblemente minoritaria no era un escollo para
que, durante esos minutos que dedicaba a escribir, se sintiese el hombre más
poderoso del mundo. En sus dedos estaba el poder de cambiar, inventar o
destruir cualquier cosa que no le fuese grata… aunque cualquiera de esos
procesos anteriormente descritos se desvaneciese como un sueño al cerrar
la tapa del monitor.