miércoles, 18 de septiembre de 2013

El rey del mundo

El folio en blanco copaba la pantalla del ordenador mientras él, acostado boca abajo en la cama del dormitorio, comenzaba a desquebrajarse la cabeza pensando sobre qué escribiría esta vez. Se le acababan las ideas. Notaba que, de un tiempo a esta parte, la quietud de una vida vacía de aventuras lo había apartado de los grandes temas sobre los que pronunciarse y eso, para cualquier escritor en particular y cualquier persona en el aspecto más amplio y general del propio concepto, era algo tremendamente pesadumbroso. 

Recordaba con nostalgia aquellos tiempos en los que la vida le prometía un futuro lleno de esperanzas y sueños por cumplir y se entristecía pensando que, como tantas y tantas veces le habían recordado los más viejos del lugar, la vida no siempre cumple sus promesas. El tiempo iba pasando y los días transcurrían como una fila de hormigas recolectando comida, sin descanso ni atisbo de detenerse. Comenzaba a pensar cuántos lugares le quedaban por visitar y cuánta gente por conocer; todo lo que aún no había visto, ni oído, ni olido ni amado y, poco a poco, la realidad se iba apoderando de un alma que una vez, en un tiempo no muy lejano, fue totalmente soñadora y extremadamente libre.


Maldecía y despotricaba contra todos aquellos entes, físicos o simbólicos, que lo habían privado de sus sueño y de sus más hondas fantasías. Calumniaba y criticaba a aquellos hombres gordos y metidos con calzador en trajes pagados con el sudor de gente como él que le habían arrebatado una vida distinta que jamás tendría y que nunca llegaría si quiera a degustar. Sin embargo, no podía dejar de cabilar que también él tenía mucha culpa de la quietud intelectual y sensitiva que se había apoderado de su existencia transformándola en una monotonía de la que jamás pensó que se sentiría tan plácidamente disgustado.
Recordó aquella obra cinéfila de Milos Forman, donde un joven Tom Hulce en el papel de Mozart, perdonaba al mundo la mediocridad de su existencia a la vez que aquel Salieri, llevado a la perfección por Fahrid Murray Abraham, enloquecía de envidia hacia un genio que se llevaba los méritos que él siempre soñó. “A mí nadie me ha dado la oportunidad” se repetía desquebrajando su cerebro y su alma en un lamento mudo que era, si eso es posible, más estruendoso que el grito de rabia más fuerte de que se tuvo constancia.
Y fue por eso por lo que quizás nuestro protagonista encendió el ordenador aquella mañana de hace unos cuantos años para plasmar en papel cibernético las notas de una música armoniosa como pocas, probablemente el sonido que más calma le producía a ese chico vacío de esperanza y sediento de justicia. Era aquel teclear lo que más feliz le hacía y que su audiencia fuera tan sensiblemente minoritaria no era un escollo para que, durante esos minutos que dedicaba a escribir, se sintiese el hombre más poderoso del mundo. En sus dedos estaba el poder de cambiar, inventar o destruir cualquier cosa que no le fuese grata… aunque cualquiera de esos procesos anteriormente descritos se desvaneciese como un sueño al cerrar la tapa del monitor.