domingo, 5 de septiembre de 2021

Quizá en otra vida

Quizá, en otra vida, no tuviera que recurrir a aporrear con saña las teclas de este maltratado y apesadumbrado ordenador para decirte todo lo que, muy probablemente, no tenga otra oportunidad de detallarte a la cara. 

Quizá, en otra vida, hoy habríamos vuelto juntos a casa, resacosos, despeinados, con una maleta repleta de ropa sucia y escuchando música en el coche mientras tú aprovechabas cada cambio de marcha para hacerme una caricia en la mano. Habríamos llamado a los niños para ver cómo están y habrías discutido con mi madre por haberles atiborrado a chocolate. Me habrías pedido que no corriese tanto y yo, seguramente, te habría dicho lo preciosa que eres tantas veces que habrías dejado de darle importancia, como si ya lo tuvieses tan asimilado que realmente no fueses consciente de que así es.


Quizá, en otra vida, hoy habría amanecido frente a esos dos ojos azules que no se me van de la cabeza. Te habría besado lento, suave, sin prisa, y habrías venido a anidar en mi pecho hasta que la limpiadora del hotel nos hubiese echado de la habitación. Quizá, en otra vida, no te habría visto bajar junto a tus amigas por la calle, taconeando con elegancia mientras la brisa marina ondeaba ese vestido negro como la bandera de un país tropical. Te habrías venido conmigo al apartamento, parando en cada uno de esos portales de paredes blancas y puertas de madera a comernos a besos; subiéndote el vestido mientras tú, temerosa, me instarías a esperar a llegar a la cama. Quizá, en otra vida, la noche no hubiese acabado tan pronto como lo hizo.

Quizá tus hijos se pareciesen a mí y nuestra casa hubiese estado llena de fotografías de viajes y vacaciones. El papel de la pared, garabateado de crayón; el suelo de madera, recibiendo el tacto de tus pies descalzos y yo, de vez en cuando, espiándote desde la ventana mientras tiendes la ropa en el jardín. Quizá y sólo quizá, en esa vida, hubiésemos sido felices. Vete tú a saber.

Yo, prendado de tu cabello dorado, de esa cara de niña buena que se ruboriza con cada piropo. Enamorado del perfume de tu piel, del sabor de tus labios y de ese tono de voz que se me hacía más dulce que el caramelo entre tanto ruido, entre tanto grito, entre tanto estruendo. Qué no habrías conseguido tú en una vida conmigo si me ganaste en una noche tan sólo con la primera sonrisa.

Pero es ésta y no otra, la vida que nos ha tocado. Con su distancia y sus problemas, con anillos en anulares y amores que no terminan de irse jamás. Con niños disfrazados de Spiderman, botellas de Martini, Damas milenarias, palmeras y perros de todas las razas, tamaños y colores. Tus estrellas tatuadas en el hombro y tu nombre grabado para siempre en mi mente. Apellidos de equipo de fútbol, listas de deseos y una breve conversación que aportó más que mil noches de pasión en camas ajenas. “Si no te dicen cada día lo increíble que eres es que ese tipo que duerme contigo no tiene ni idea de lo que tiene en su colchón”.

Así que si coincidimos en otra vida no pienses que voy a desaprovechar la ocasión. Si nos vemos en un universo paralelo, en una realidad alternativa o en un mundo mejor, estaré pendiente de esa mirada llena de vida, de esa risa que ilumina y de cogerte la mano para que no te sientes, salgas a bailar conmigo y me dejes acompañarte en cada uno de esos bailes desde el mismo instante en que te vea hasta el último en que me tenga que marchar de aquí.

viernes, 6 de agosto de 2021

Nuestro mayor enemigo

El año 2005 no fue un buen año para el Real Madrid. Se fraguó lentamente el final de Los Galácticos que condujo a la inevitable dimisión de Florentino Pérez y la llegada de Ramón Calderón. Desde ahí, en adelante, muchas (demasiadas) temporadas sin pasar de octavos, algunas en blanco y tantos problemas deportivos y extra deportivos que sería difícil enumerar. A todo eso se le unió que el Barça dominaba en España y, además, conseguía su segunda Copa de Europa algo más tarde. Después llegaría el famoso 2-6 del Bernabéu y el deslumbrar del equipo de Pep Guardiola.

Yo, por aquella primavera de 2005, tenía dieciocho años. Acababa de aterrizar en Madrid pocos meses antes y creía tener el mundo a mis pies. Recuerdo aquella época como el principio de mi edad adulta y cómo me desenvolvía por la capital con la soltura de un pollo en un matadero. Hay muchos partidos que tengo guardados en la mente durante esos años, casi todos de mi equipo y alguno del eterno rival. Uno de ellos, quizá de los más importantes, fue el que enfrentó al Barça contra el Albacete el 1 de mayo de ese maldito año.

Lo vi sin muchas ganas en El bar de Pepe, una taberna cercana a mi casa donde con cada caña te ponían un plato de alitas de pollo cuyos huesos acababan, irremediablemente, en el suelo poco después, formando un segundo piso de grasa y piel que le daba un olor inconfundible al establecimiento. El partido fue un tostón hasta el gol de Eto´o en el 66 mientras yo me limitaba a hundir mi nariz en el vaso una y otra vez esperando que aquello terminase pronto. De repente, un bullicio comenzó a escucharse a través de la televisión porque un chaval desgarbado salía a calentar en la banda y podía debutar con el primer equipo. Yo lo había oído nombrar en la televisión durante toda la semana. Un tal Leo Messi que, casualidades de la vida, tenía la misma edad que yo. Decían mucho sobre él y casi todo bueno, pero yo obviaba todos esos piropos porque ya bastante tenía con sufrir a Eto´o, Deco, Guily, Puyol y, sobre todo Ronaldinho, como para preocuparme de un canterano de tres al cuarto. Nada en esta vida podía ser peor que Ronaldinho y estaba seguro de que, cuando se retirase, ese Barça que comenzaba a encandilar gracias a él, dejaría de existir para siempre.

El chico salió al campo sustituyendo al camerunés que había marcado poco antes y no tardó ni un minuto en plantarse frente al portero del Alba y, con toda la frialdad del mundo, hacerle una vaselina para marcar su primer gol como profesional. Gracias a Dios, el árbitro lo anuló.

“Se creía éste que iba a marcar en tres minutos que quedan” pensé yo con una media sonrisa malévola dibujada en la cara. “Pero va a ser que no”.

Cuando el marcador sobrepasaba el minuto noventa y dos y quedando sólo unos segundos para que acabase el encuentro, el balón llegó a Ronaldinho que, de nuevo con una vaselina maravillosa, se lo cedió a ese niño que se plantó otra vez delante de Valbuena para batirlo por arriba exactamente igual que había hecho poco antes. Y esta vez el gol sí tuvo validez. No me lo podía creer.

Tras aquello, vinieron seiscientos setenta y un goles más. Repito: seiscientos setenta y uno. De todas las clases y colores, contra todos los rivales y en todas las competiciones. Lo he visto ganar un triplete y un sextete, arruinarme mil y una tarde y levantar tantos trofeos como nunca, jamás, pude imaginar. Lo he visto hacer el mismo regate millones de veces, sabiendo por dónde iba a entrar y por dónde iba a salir sin que nunca, nadie, pudiese pararlo. “Te va a hacer la de siempre” le he gritado a todos los malditos defensas de Europa, cagándome luego en toda su ascendencia cuando, efectivamente, se la hacía. Un jugador descomunal, el rival más grande que nunca, jamás, tendrá el Real Madrid (toco madera visto lo visto) y un tipo que ha sabido competirle al mejor club de la historia durante más de quince años. Un enemigo superlativo y uno de los cinco mejores jugadores de siempre que, por fin y gracias a Dios, dice adiós y se marcha. Por un lado, me entristece ver cómo un tipo al borde de la retirada se aleja de un club que lo endiosó tanto que se ha arruinado por él pero, por otro, queda la inevitable sensación de alivio de saber que la pesadilla por fin terminó y que ese chaval de mi edad al que un día no le di importancia y acabó convirtiéndose en el tipo que más he aborrecido en mi vida, por fin me da un respiro. 


No puedo decir que te echaré de menos, Lionel, porque sería mentir como un bellaco, pero sí tengo que reconocer que has sido el adversario más grande de todos los tiempos, el jugador que más pesadillas me ha producido y el tipo que más disgustos deportivos me ha dado. Por tu culpa renuncié a mi segunda patria, por ti canté el gol de Alemania en la final del Mundial frente a Argentina con casi tanta fuerza como el de Iniesta en Sudáfrica y, por ti, me he enemistado con media familia hasta el día de hoy. Te he odiado con todas mis fuerzas dentro del campo y, ahora que te vas, sólo puedo desearte suerte siempre que no te enfrentes contra mí en el futuro. Y lo hago con plena consciencia y sin esconderme porque te has ganado un respeto eterno de tu mayor rival y porque me has proporcionado muchas cosas buenas también. Nunca más veremos un duelo tan enorme como el que tuviste con Cristiano ni tantas horas de pasión como aquella época de clásicos con Mourinho. Te doy las gracias por ello.

Que te vaya bien en tu nueva andadura y gracias por todo lo que nos has dado porque cuando tú llegaste el Madrid aventajaba en siete Copas de Europa al Barça y ahora que te vas son ocho la que os sacamos. Incluso contigo en el campo no habéis sido capaces de ganarnos. Pero no te lo tomes a mal, es simplemente que ni siquiera con el jugador más grande de vuestra historia habéis sido rivales para el mejor equipo del fútbol mundial. No es tu culpa, es sólo que el Real Madrid es superior a todo lo demás.

martes, 29 de junio de 2021

Te mereces

Te mereces alguien que te quiera tanto que, en ocasiones, te preguntes qué has hecho tú para merecer ese amor. Te mereces gestos tiernos y palabras sinceras, que te abrace fuerte y te bese lento, que se despierte en las noches de invierno para arroparte con el edredón y se levante temprano en las mañana de verano a bajar la persiana cuando los primeros rayos de sol rompan en la habitación. Te mereces respeto eterno, amor incondicional, confianza ciega y que cuando te mire a la cara sientas tanta ternura en esos ojos que no quieras estar en otro lugar del universo.

Te mereces paseos de la mano, viajes, fotografías cursis y mensajitos de WhatsApp de esos que causan rubor en los demás. Que te caliente los pies si los tienes helados, que te escriba notas en el vaho del espejo del baño, que te enseñe mucho de algunas cosas y que preste atención infinita cuando tú quieres enseñarle a él de otras. Te mereces la verdad absoluta, tan dura y cruel como pueda serlo, pero que es la única que todos necesitamos porque, al fin y al cabo, nadie merece una sola mentira por pequeña que sea. Anocheceres de vino y besos, amaneceres de resaca y pasión; que te quite la ropa con la fiereza de un adolescente en celo y te haga sudar sobre las sábanas en la más fría noche del mes de enero. Que te erice la piel con sus labios, que te susurre palabras lascivas al oído, que te ame mucho, que te ame bien, que disfrute cuando tú disfrutes y que ambos, juntos, os perdáis en mil y una noche de ardor sin importar qué ocurra más allá de las cuatro paredes de tu habitación.

 

Te mereces a alguien que se desviva por ti, que se quite todo para dártelo y por el que tú harías lo mismo sin pensarlo. Te mereces que te quieran como tú quisieras que te quisiera y como a mí me encantaría quererte aunque, tristemente, no pueda hacerlo. Quizá porque hay veces en la vida que uno quiere tanto que ya no puede volver a querer igual, que gasta todo el amor que tenía y seca un pozo que una vez estuvo lleno y, probablemente, ya no vuelva a llenarse más. Pero eso no quita que tú, que te mereces todo lo bueno que esta vida maravillosa puede ofrecernos, no vayas a encontrar a ese que te ame con tanta fuerza que crea que va a explotar.

Te mereces una casa con jardín y un césped verde, unas vacaciones con atascos y niños quejándose, envejecer junto a alguien al que has visto crecer y que te conoce más que tú misma. Te mereces soplar muchas velas en tartas y Navidades peleando por dónde cenaréis primero. Momentos duros, momentos buenos, momentos malos y alguno que no sabrás muy bien qué hacer. Enfados y reconciliaciones, lágrimas de alegría y alguna de pena también y, en definitiva, te mereces una vida junto a alguien que te llame ‘vida’ y que, sin darte cuenta, sea tan parte de la tuya que llegará un día que ya nada tenga sentido si no está él al lado para vivirla contigo. Te mereces amar sin medida porque eso, como diría el poeta, es la medida de toda la vida. Te mereces todo lo bueno que existe y a alguien tan bueno que nos haga malos a todos los demás.

domingo, 30 de mayo de 2021

XXXIII

Han pasado cuatro meses desde el momento en que llegué tarde a la puerta de un aula donde todo un Director general daba su discurso de bienvenida, hasta hoy, cuando otra de madera de roble y pomo de hierro se cerraba dejando tras de sí dos días de sonrisas, alcohol y amor a borbotones. Cuatro meses tan bonitos que los considero ya media vida y que han sido tan fugaces que me han parecido diez segundos.

En ese tiempo he ganado mucho, probabemente más de lo que merezco, a nivel profesional y, sobre todo, personal; pero por encima de cualquier cosa soy consciente de que me llevo una familia que hoy, mientras se despedía con lágrimas en los ojos y la silenciosa sensación de “y si no lo vuelvo a ver” me ha regalado tanto que, por mucho que me suelan sobrar las palabras en el día a día, hoy se me hace difícil de explicar.

Lo siento en el estómago, eso sí; en el hueco de pena que nació al mediodía y que se acrecienta con los mensajes que se van sucediendo en el móvil. Lo siento en el pecho, desde que unos ojos marrones se clavaron en los míos junto a un abrazo largo de despedida, con un sobre de azúcar que no olvidaré o la imagen del carbón de la barbacoa que no termina de encenderse. También, con el de un tipo que es tan parecido a mí que me cuesta entender cómo la vida no nos había presentado antes, el del madridismo exacerbado de Alcázar de San Juan o el de un bonachón de cuarenta y tantos años que me ha vuelto a recordar que hay personas que nacen única y exclusivamente para que las demás las quieran. El pasado precioso que de repente volvió, la ternura de una niña que aún no sabe atarse sola los zapatos pero que ya tiene más clase que Luka Modric vestido de blanco. La lección aprendida de que nunca es tarde para conseguir tus sueños, el sabor dulce de una conversación bajo las estrellas y la sencillez de quien entiende que la vida no es más que eso: una cerveza bien fría con los tuyos, un beso de una bonita mujer y una victoria del Real Madrid. Gracias a todos porque habéis conseguido que mi corazón haya desteñido desde el rojo que fue hasta un azul eléctrico que ya siempre será.

Y al final, una lección que me enseñó hace tiempo la vida: no se marcha quien se va lejos, sino quien se olvida para siempre. Así que os pido, a todos y cada uno de vosotros, que no dejéis que muera todo el amor que nos hemos profesado, que hemos ido ganando con el paso de las horas entre tosidos y miradas cómplices, que aquí tenéis un hermano de padres diferentes, un amigo eterno y alguien que tiene claro desde hace mucho tiempo que que está a disposición de los suyos cuando lo necesiten... y creedme, vosotros ya sois mi equipo para el resto de los días que me queden por pasar por aquí, la élite de la élite y la excelencia hecha grupo. Gracias, de corazón, por tanto a cambio de nada. Gracias, de corazón, por hacerme sentir uno más. No me olvidéis nunca.

Por siempre juntos, pase lo que pase.

martes, 13 de abril de 2021

Besos

"Del sabor del caramelo o de la miel más pura, dulce momento de paz y ternura. 

Quién no lo ha probado, no puede decir que ha vivido, 

porque ese instante fugaz, suave y delicado 

es la vida en un suspiro”.

Y todo se reduce a eso: los besos que se han dado, las personas que se han besado y los momentos previos al beso. Pasarán los años y ni la casa ni el coche, el armario o el título que cuelga de tu habitación valdrán nada en absoluto; quedarán en tu mente marchita las noches sin dormir, los llantos de pena y alegría, los abrazos, la cerveza con amigos y el recuerdo de los besos que diste, los que se te escaparon y los que te hacen tan feliz que, si no los tuvieras cerca, nada tendría sentido alguno.

Así que besa con toda tu alma, con toda la fuerza, con la mayor de las purezas o el ímpetu más salvaje. Besa. Como si todo se fuera a ir a la mierda mañana, como si el mundo terminara. Besa. Con tantas ganas que te duelan los labios, con tanta calma que el tiempo se detenga, con la ilusión de la primera vez y con el amor por bandera. En la mejilla, en la frente, en el pecho, por encima del esternón; por debajo de una falda, de pie, junto al mar o debajo de un edredón. Besa despacio o con tanta pasión que notes cómo va creciendo por dentro un fuego abrasador. Besa en la boca, besa mucho y déjate besar; besa sin freno, sin pausa, sin rubor; besa con tantas ganas que notes cómo se te para el corazón.

Que nunca te sobren en la cartera, que no llegue el momento en que quieras sacarlos y te des cuenta de que esa persona a la que tanto ansías besar ya no está, se ha ido y no va a regresar. No hay nada más triste en esta carrera llamada vida que echar tanto de menos a alguien que recuerdes el último beso que le diste durante el resto de tus días y lo rememores una y otra vez porque ya no está para darle otro nuevo.

Así que presta atención a lo que te digo en este día mundial del beso:

Arrepentirse, de poco y, si hay que hacerlo de algo, que sea de los besos que no diste, de esos que dejaste en el tintero por miedo, por vergüenza, por el qué dirán o, peor aún, porque mañana habrá tiempo de sobra para darlos. Que no quede nunca “debí haberla besado” porque eso duele más, mucho más, que lo que te arrepientes de haber dado.