El sol calentaba tan fuerte en lo más alto del cielo que, incluso en el interior
del coche y con el aire acondicionado puesto, uno sentía cómo las gotas de
sudor resbalaban por su espalda, una a una, empapando una camisa blanca que,
más pronto que tarde, dejaría de serlo.
“Hogar es una palabra que me encanta” se escuchó a través de un micrófono no
mucho después. La voz, la de un amigo de esos de siempre, de los que ves poco
pero con los que has vivido mucho, de los de anécdotas, cerveza, sonrisas y
fiesta; de los que cuando echas la vista atrás aparecen, de repente, en casi
todos tus recuerdos. “Tiene connotaciones y significados que me encantan” –
proseguía él con su discurso de boda - “evoca recuerdos, olores, visiones y
sensaciones que me hacen sentir bien”.
Me dio para pensar, claro, como siempre que una frase se me hace bonita y
alegremente novedosa, sea donde sea que la escuche. Esta vez, frente a aquel
caserón de grandes balcones blanquecinos que recordaba a las de los campos de
algodón norteamericanos y mientras intentaba elegir una foto decente que
adornase alguna red social.
Hogar evoca, como bien decía él, demasiadas cosas y ninguna de ellas es
mala. Es de esas pocas palabras que suenan bien y significan aún mejor, de esas
que te sugieren bonitos futuros y que, por qué no decirlo, te hacen volver a
pasados que casi siempre se antojan más plácidos.

Hogar. Allá donde los abrazos son sinceros, donde te cobijas de todo lo
malo, donde todo es natural, real, verdadero. El lugar donde eres tú, donde no
tienes que fingir, donde te esperan, si tienes suerte, con un “hola, cariño,
¿Qué tal el día?” y una taza de chocolate caliente si hace fío en la calle.
Hogar. El trocito de vida que creas con la persona a la que le has regalado lo
más importante que tienes: tu corazón. El sitio donde la calma se hace eterna,
donde los problemas se solucionan a grito pelado y, luego, se terminan de
enmendar sudando como animales en el colchón. El oasis donde pacen los
labios que más veces te susurran un ‘te quiero’, la guarida donde todo sabe
mejor, donde te asilas
cuando el mundo te odia, te desprecia o, simplemente, te trata como a uno más. La
colmena que produce la más dulce de las mieles. Allá donde el tiempo se
detiene, donde la confortabilidad es rutina y el sitio al que quieres retornar
siempre que llevas mucho en cualquier otra parte. Hogar. Donde eres importante,
fundamental me atrevería a decir. Junto a quien te quiere a pesar de tus
defectos, junto a esos ojos que, quizá, pasan desapercibidos muchas veces pero
que luego echas tanto de menos que no sabes si volverás a querer igual. Allá
donde dos se hacen uno para luego formar algo mayor que cualquiera por separado.
Hogar. Donde todo es sosiego, libertad, serenidad, paz y confianza; el sitio más maravilloso
que existe en el mundo, el único lugar del universo donde eres realmente tú.
Hogar. La fortaleza que quise erigir contigo, el camino que comenzaba con un
felpudo de Ikea, muebles color caoba y la ilusión de dos niños que se hicieron
mayores demasiado rápido. El recuerdo de aquel turbante, la sensación de que
teníamos el mundo a nuestros pies y el resto del tiempo para querernos mucho y para
querernos bien. Hogar. La remembranza de lo que pudo ser y no será o, peor aún,
de lo que me hubiese encantado que fuera y jamás se dio la oportunidad. Hogar. Donde
te espero aunque estés lejos, donde siempre te esperaré tal y como prometí en
su día. Así que ya sabes dónde estoy y dónde, si quieres, puedes venir a
buscarme si alguna vez te despistas. Sigue las baldosas amarillas, las miguitas
de pan, las flechas doradas o las palabras que todavía están en tu memoria y llegarás, te aseguro
que lo harás. Y allí, en ese preciso momento, en ese lugar, todo volverá a empezar, será como
si nunca te hubieses ido, será el primer ladrillo del que siempre fue nuestro hogar.