La estupidez humana ha sido un
elemento de estudio desde que el hombre es hombre. Aunque no ha tenido la
consideración de ciencia, todos y cada uno de los grandes pensadores de la
historia se han parado a reflexionar sobre ella porque, esto es algo que no
podemos obviar, todos y cada uno de ellos ha tenido que convivir, a su manera, con sus
más acérrimos seguidores.
Durante siglos, desde la antigua
Grecia hasta nuestros tiempos, la imbecilidad ha sido una rama fundamental de
debate para filósofos, científicos o escritores. Desde Einstein con su celebérrima “sólo hay dos cosas infinitas: el universo y
la estupidez humana… y de la primera no estoy muy seguro” hasta Albert
Camus pasando por Goethe, Voltaire o Quevedo. En nuestros días, tengo a Pérez
Reverte como el estudioso (o el soportador, más bien) más docto de la bobería, que es, aunque a veces parezca lo contrario,
universal e inmutable. Y es que a veces, en un ataque de patriotismo, tiendo a creer
que la mayor tasa de tontos por metro cuadrado está bajo las fronteras de este
país, pero por suerte para mí, internet me demuestra a diario que la simpleza
supina está bien repartida por el mundo y que, si me apuran, a nosotros, los
españoles, nos ha tocado ‘solamente’ una ínfima cantidad de la misma.
Esta reflexión que encabeza el
texto viene dada por la gran cantidad de ejemplos que, a diario, me
vengo encontrando sobre esa misma estupidez de la que os hablo, la mala baba, la envidia o un conjunto
peligrosa de todas ellas. Nunca antes el ser humano había progresado tanto,
jamás la especie tuvo tanto poder, tanta información al alcance de la mano y
tanto conocimiento desparramado como en la época que nos ha tocado vivir y,
estoy seguro que a pesar de ello, el planeta tierra no ha visto más cantidad de
anormales por metro cuadrado que los que hoy lo pueblan. La analfabetización de
antaño ha ido degenerando en algo mucho peor, en una especie de subnormalidad
profunda, enquistada y parece ser que incurable, que se da sobre todo en
jóvenes nacidos en los años 90 y 2000 y en la progresía bienquedista que los ha
traído al mundo. Ellos son el verdadero mal de una sociedad occidental que lo
mismo consigue mandar una sonda espacial a Marte que generar un debate sobre si
una persona se puede disfrazar de indio para carnaval sin ofender a ningún
colectivo.
En la gala de Los Goya de 2017,
Dani Rovira, que había sido de nuevo designado presentador,
apareció con tacones para homenajear a todas las mujeres de la industria cinematográfica
nacional. La idea, para mí hortera y superficial, fue absolutamente criticada
por el feminismo rancio de este país como también lo fue, meses después, un tuit que
escribió acerca de la lencería de Intimissimi. Más tarde, no tardaron
en caer en las garras de ese movimiento que una vez fue loable pero que hoy en
día está regido por auténticas déspotas, otras mujeres como
Concha Velasco,
Paula Echevarría o
Blanca Suárez. Asistíamos ante la primera gran contradicción
de este mundo gobernado por la opinión pública: el feminismo atacando a las
propias mujeres por tener una concepción distinta del propio feminismo. Y así
nos encontrábamos con la paradoja de que el movimiento que intenta proteger al
sexo femenino acorrala a mujeres trabajadoras, que han llegado donde están por
méritos propios y sin darle cuentas a nadie, y las dejaba en manos de la majadería
pijoprogre de un mundo donde uno ya no puede opinar sin ofender a nadie o sin
que nadie se sienta ofendido por la opinión de uno.
Otro de los episodios que más me
han llamado la atención, fue el que protagonizó el marido de la actriz israelí
Gal Gadot, que ha interpretado a Wonder Woman en la última película de la
Warner, y que daba a conocer al mundo un conocido activista LGBT. El hombre subía a las redes esta fotografía donde el esposo salía con una camiseta muy divertida al lado de su mujer.
Pocas horas más tarde, cientos de
mujeres clamaban contra ella por utilizar un lenguaje sexista y que
minusvaloraba al resto del sexo femenino. El tuitero, con más de cien mil
seguidores, tuvo que borrar la imagen y pedir perdón.
He tenido que ver decenas de
ejemplos similares a lo largo de este 2017 que termina, el último, ayer mismo.
Antoine Griezmann compartía en su cuenta de Instagram esta fotografía disfrazado de
GlobelTrotter. ¿Un jugador de baloncesto negro? Qué ofensa
más grande, debieron pensar el atajo de borregos que, como lobos cubiertos por
el manto del anonimato, se lanzaron sobre él para tacharlo de racista. Pocas
horas después,
el jugador del Atlético de Madrid borraba la fotografía y también pedía perdón.
Lo que realmente me fastidia de
todas estas historias que os cuento, no es que haya en este mundo un par de
decenas de millones de subnormales repartidos a lo largo y ancho de la geografía.
No me enervo por pensar que puede haber tanto retrasado mental de bolsillo
lleno y cabeza vacía, de esos que únicamente se tienen por preocupar por
tuitear desde casa o jugar a la Play Station, de la hoz y el martillo en la
habitación y el Iphone X en el bolsillo o de los que dan lecciones de feminismo
a mujeres que llevan cincuenta años dejándose los cuernos encima de un
escenario. No me molesta eso en absoluto. Lo que realmente me toca la moral, lo
que hace que me cabree hasta extremos insospechados es que Rovira, Suárez,
Etura, Velasco o Griezmann caigan en el juego de esa caterva de cerriles que
los acosan, que los insultan y los desprestigian. Me destroza pensar que la recua
sea más fuerte que el individuo y
consiga que todos ellos borren sus fotografías o reculen en sus declaraciones
para contentarla, eso es lo que me enfada de verdad. Porque un mentecato de
dieciséis años (raramente encontrarás anormales de ese tipo con setenta) tiene
todo el derecho a decir tonterías desde la habitación de la casa de sus padres,
pero no podemos consentir que esas necedades que suelta se conviertan en el
único credo posible. No debemos y no podemos. Que el feminismo del “machete al
machote” le gane la batalla al que lucha por equiparar salarios es una
aberración que no podemos tolerar, que no podemos aguantar. Que la lucha por
los derechos de los negros que lideraron los Malcom X o los Luther King de
turno degenere en que Griezmann no pueda disfrazarse de jugador de baloncesto me
parece un insulto abrumador a gente que se dejó la vida por lo que realmente
importaba. Y ahí todos tenemos culpa, todos y cada uno de los que callamos ante
esa gentuza para no quedar mal, para caerle bien a todo el mundo y no crear
crispación. Así que dejémonos de buenismo y plantémosle cara de una vez y para
siempre a esa corriente estúpida que quiere llevar la razón absoluta y que
oprime a los que no piensan como ellos, que no siente como ellos y que no actúa
como ellos. Porque si al final la anormalidad se impone no habrá sido culpa de
los millones de anormales que pueblan las calles, habrá sido del noventa y
nueve por cien de gente normal que, aún sabiendo que tenían razón, no hicieron
nada para remediarlo.