La chica del puf es de esas
personas a las que conoces desde hace tantísimo tiempo que no recuerdas ningún
momento antes de que entrase en tu vida. Casi siempre ha vivido lejos pero,
extrañamente, tampoco alcanzo a rememorar un instante en el que no estuviera
aquí conmigo cuando me hizo falta, y así lo atestiguan las decenas de miles de fotografías que, de vez
en cuando, desempolvamos de aquella bendita adolescencia que hace tanto que
dejamos atrás.
Es de esas mujeres que siempre
está sonriendo y ya saben ustedes que esas valen mucho la pena. Camina
estilizada por las calles sobre dos piernas que parecen que en cualquier
momento se van a quebrar pero que nunca llegan a hacerlo. De hecho, ella se
podría definir perfectamente así: cincuenta kilos de tipa a simple vista quebradiza,
frágil y delicada que esconden, sin embargo, a una de las personas más fuertes,
decididas y valientes que he conocido.
La chica del puf fue la primera
mujer que entró en mi casa, la primera chica a la que presenté a mi familia y
la primera que comió con mis padres y mis abuelos hace casi veinticinco años.
Recuerdo que era verano, que pusimos un mantel de tela de cuadraditos azules y
blancos, que había macarrones con chorizo y que apenas tendríamos diez años cada
uno cuando eso ocurrió. Que no es poco para recordar.
Siempre te mira a los ojos cuando te habla y no tiene reparo en decirte que hace tanto calor que puedes morir si la tocas. Nunca sale en el centro de las fotos pero siempre está en ellas porque es de esas que une a cualquier grupo, que jamás ha tenido peleas con nadie y que siempre, siempre, consigue serenarte con su tono de voz. La estoy viendo en la piscina, la recuerdo en las noches en el parque, en locales de todo tipo y hasta bailando conmigo una canción de Mouling Rouge. La chica del puf es de esas personas a las que agradeces al cielo que haya puesto a tu lado y, de vez en cuando y sin que ella lo sepa, le pides a ese mismo cielo que no se la lleve jamás.
Tiene pecas en la cara, las uñas
de colores, los ojos marrón oscuro y la habilidad de conseguir que siempre le
des la razón aunque no la tenga. Fuma porque no es perfecta y tarda cuarenta y
cinco segundos en cruzar un pasillo de cinco metros con el balón en los pies. Se
ríe por casi todo y pocas veces la he visto llorar. Cuando la abrazas con
fuerza te sientes mejor contigo, con el mundo, con tu alrededor. Es buena,
amable, generosa y de esa gente en peligro de extinción con las que puedes
mantener una conversación de una hora aunque haga cinco años que no hablas con
ella de nada profundo. La chica del puf lo mismo te abre las puertas de su casa
que te echa el cerrojo de una habitación cualquier noche de agosto; y eso,
creo, es lo más maravilloso que tiene: que nunca sabes por dónde te va a salir.
Pero ante todo, poniendo en perspectiva
todas y cada una de las cientos de cualidades que tiene, la primera para mí es
que siempre ha estado, está y estará en mi vida. Es de ese grupo de gente con la que lo mismo discutes un día que no paras de reír al siguiente; de ese
conjunto de amigos del que uno se enorgullece tanto. Ella, la chica del puf, es
tan mía como lo soy yo de ella y de todas las que, al igual que ella, son
capaces de meterse en una piscina llena de mierda para pasar tiempo conmigo. “Meterse
en una piscina llena de mierda para pasar tiempo conmigo”, me acaba de salir,
sin querer, la mejor definición de amistad que se me ocurre y he de decir que
por ella, por la chica del puf, la que siempre ha estado en lo bueno y en lo
malo, merece la pena hundirse hasta las narices en cualquier balsa apestosa que
puedas encontrar.