miércoles, 28 de diciembre de 2022

Sanará

El vacío que siente mi lecho, 
y que no se termina de olvidar,
el de lágrima fácil, dolor en el pecho,
triste infinita y, ¿qué pasará?
Ese pesar tan intenso... también sanará.

El recuerdo de todos tus besos
canciones, 'te quieros' y poemas de más,
las promesas que no se cumplieron,
deseos, juramentos y todo lo demás, 
todo eso, vida mía, también sanará.

El dulce sabor de tu pecho,
la certeza de no volver a amar igual,
recordar que te fuiste y estás muy lejos,
sin intención alguna de regresar.
La cruda y amarga realidad... también sanará.

El daño pasado y el que aún no está hecho,
y el otro, que no tiene intención de curar,
que dejó un corazón curtido y maltrecho,
podrido y marchito de tanto amar.
Aunque parezca imposible, eso también sanará.

Sanará el día en que ya no te sienta,
cuando contigo, una noche, no vuelva a soñar,
mi piel de la tuya no esté sedienta
ni mis labios, los tuyos, no quieran besar.
En ese momento, querida, mi corazón sanará.

Mi futuro, libre; mi alma ya exenta,
del pasado vivido que no volverá.
Un futuro abierto, sin fisuras ni grietas,
que me atan, sin dejarme avanzar.
Ojala llegue el día en que me permitas,
volver, otra vez, a querer igual.

miércoles, 21 de diciembre de 2022

Versos de diciembre

Un puñado de tardes repletas de sonrisas,
nadar entre las piernas de una bonita mujer,
el sabor del vino tinto o de la cerveza bien fría,
que te quieran tanto que no entiendas por qué.
Los verbos acalorados, los abrazos sinceros,
las pasiones primitivas, las noches sin dormir,
los 'nunca te he olvidado' y los 'todavía te quiero',
las caricias que no esperas, 
los besos que no ves venir.
El corazón cuando se acelera,
en el instante que empiezas a sentir,
que te estalla el alma de tanto amar,
la barriga te duele de no parar de reír,
y comprendo que, si no te tengo,
nunca estaré completo.

jueves, 6 de octubre de 2022

Amar

Amar siempre es el paso
con el que se hace el camino.
Querer nunca es un fracaso,
jamás es en vano,
ni es tiempo perdido.
Sea o no correspondido,
sea eterno o pasajero,
el hombre no se completa,
no rebosa ni está entero,
si no da su corazón a quien ama,
aunque a quien ama no lo merezca.
Porque si quieres con todo el alma 
y amas aunque padezcas,
habrás vivido más intensamente 
con más sentido y con más razón,
que quien nunca derramó una lágrima
por quien le rompió el corazón. 


martes, 2 de agosto de 2022

Hogar

El sol calentaba tan fuerte en lo más alto del cielo que, incluso en el interior del coche y con el aire acondicionado puesto, uno sentía cómo las gotas de sudor resbalaban por su espalda, una a una, empapando una camisa blanca que, más pronto que tarde, dejaría de serlo.

“Hogar es una palabra que me encanta” se escuchó a través de un micrófono no mucho después. La voz, la de un amigo de esos de siempre, de los que ves poco pero con los que has vivido mucho, de los de anécdotas, cerveza, sonrisas y fiesta; de los que cuando echas la vista atrás aparecen, de repente, en casi todos tus recuerdos. “Tiene connotaciones y significados que me encantan” – proseguía él con su discurso de boda - “evoca recuerdos, olores, visiones y sensaciones que me hacen sentir bien”.

Me dio para pensar, claro, como siempre que una frase se me hace bonita y alegremente novedosa, sea donde sea que la escuche. Esta vez, frente a aquel caserón de grandes balcones blanquecinos que recordaba a las de los campos de algodón norteamericanos y mientras intentaba elegir una foto decente que adornase alguna red social.

Hogar evoca, como bien decía él, demasiadas cosas y ninguna de ellas es mala. Es de esas pocas palabras que suenan bien y significan aún mejor, de esas que te sugieren bonitos futuros y que, por qué no decirlo, te hacen volver a pasados que casi siempre se antojan más plácidos.

Hogar. Allá donde los abrazos son sinceros, donde te cobijas de todo lo malo, donde todo es natural, real, verdadero. El lugar donde eres tú, donde no tienes que fingir, donde te esperan, si tienes suerte, con un “hola, cariño, ¿Qué tal el día?” y una taza de chocolate caliente si hace fío en la calle. Hogar. El trocito de vida que creas con la persona a la que le has regalado lo más importante que tienes: tu corazón. El sitio donde la calma se hace eterna, donde los problemas se solucionan a grito pelado y, luego, se terminan de enmendar sudando como animales en el colchón. El oasis donde pacen los labios que más veces te susurran un ‘te quiero’, la guarida donde todo sabe mejor, donde te asilas cuando el mundo te odia, te desprecia o, simplemente, te trata como a uno más. La colmena que produce la más dulce de las mieles. Allá donde el tiempo se detiene, donde la confortabilidad es rutina y el sitio al que quieres retornar siempre que llevas mucho en cualquier otra parte. Hogar. Donde eres importante, fundamental me atrevería a decir. Junto a quien te quiere a pesar de tus defectos, junto a esos ojos que, quizá, pasan desapercibidos muchas veces pero que luego echas tanto de menos que no sabes si volverás a querer igual. Allá donde dos se hacen uno para luego formar algo mayor que cualquiera por separado. Hogar. Donde todo es sosiego, libertad, serenidad, paz y confianza; el sitio más maravilloso que existe en el mundo, el único lugar del universo donde eres realmente tú.

Hogar. La fortaleza que quise erigir contigo, el camino que comenzaba con un felpudo de Ikea, muebles color caoba y la ilusión de dos niños que se hicieron mayores demasiado rápido. El recuerdo de aquel turbante, la sensación de que teníamos el mundo a nuestros pies y el resto del tiempo para querernos mucho y para querernos bien. Hogar. La remembranza de lo que pudo ser y no será o, peor aún, de lo que me hubiese encantado que fuera y jamás se dio la oportunidad. Hogar. Donde te espero aunque estés lejos, donde siempre te esperaré tal y como prometí en su día. Así que ya sabes dónde estoy y dónde, si quieres, puedes venir a buscarme si alguna vez te despistas. Sigue las baldosas amarillas, las miguitas de pan, las flechas doradas o las palabras que todavía están en tu memoria y llegarás, te aseguro que lo harás. Y allí, en ese preciso momento, en ese lugar, todo volverá a empezar, será como si nunca te hubieses ido, será el primer ladrillo del que siempre fue nuestro hogar.

martes, 21 de junio de 2022

La coleta dorada y el vestido celeste

Una de las cosas que más admiro de mi mente es la facilidad pasmosa que tiene para, de un rasgo femenino cualquiera, comenzar una historia que acaba, casi siempre, con cuatro o cinco niños correteando por el jardín de mi casa del futuro con una camiseta del Real Madrid. Me pasa, sobre todo, con las sonrisas; con las realmente bonitas. Esas blancas, pulcras, que nacen de unas comisuras finas y se alargan como el universo mismo, adornadas por unos labios carnosos y, a ser posibles, con rubor en las mejillas. Pero también ocurre con otras muchas cosas, con otros detalles, con los miles de pormenores que pudieseis imaginar: piernas, brazos, caderas, palabras, ojos y, por qué no, con un vestido celeste o una coleta dorada.

“Recuerdo aquel momento mejor que muchos años de mi vida” es una frase que me apasiona. La decía Ethan Hawke en aquella trilogía que habla de dos de las cosas que más meloso me ponen: el destino y el amor; y me ha parecido siempre acertada y que refleja bastante bien la memoria selectiva y desastrosa que tengo. Porque sí, amigos, igual soy incapaz de recordar dónde he dejado las llaves de casa cuando las llevo en el bolsillo que no se me va del pensamiento una falda roja que subía los escalones de Las Ventas hace tanto que parece que fue ayer.

Pero bueno, centrémonos un poco en lo que nos atañe.

Entraba al bar como tantas veces antes y, Dios mediante, tantas que vendrán después. No recuerdo (¿veis? Memoria selectiva)  a qué hora ni qué día, ni con quién iba ni el porqué de la visita, pero sí tengo grabado a fuego el momento en que la vi. Ahí estaba, con un vestido celeste, rodeada de hombres como siempre suele ocurrir cuando una chica de ese calado sale a descubrir los peligros de la noche. Lo segundo que me percaté es cómo caía por su espalda una coleta de caballo indomable del color de los mismos rayos de sol. Se movía por la pista tímida, como intentando entender qué la había llevado allí, por qué estaba en un lugar que no le correspondía con gente que no era la suya. Sonreía con la timidez de una colegiala y, estoy seguro, sentía decenas de ojos clavándose en su nuca, bajo ese pelo amarillento que se mecía con la delicadeza de una hamaca movida por la suave brisa de verano.  Su vestido cubría el decoro de quien tiene que dar buena imagen, de quien tiene una reputación y se mantiene firme en ella. Dejaba ver bajo él las piernas de una mujer ya curtida en media vida, que son las mismas que más gustan a quien sabe de mujeres, porque son las que ya lo saben casi todo y aún así esperan que les enseñes mucho más. Sonreía lo más parecido al concepto celestial que mi mente puede imaginar, dejando de ver unas leves arrugas en sus párpados y adornando el cuadro con unos ojos vidriosos que te dejaban absolutamente petrificado si tenías la suerte que se cruzaban con los tuyos. Creo que le dije lo preciosa que era como ciento cincuenta millones de veces y digo creo porque, de nuevo, mi memoria selectiva no me hace recordar más que unos pocos detalles que son, sin embargo, más nítidos que muchos años atrás.

Pasé junto a ella muy pocas horas que se antojaron mejores que los últimos recuerdos de una vida que últimamente se nutre más de éstos que de las nuevas vivencias. La vi bailar, comer, beber y sonreír, y me di por satisfecho con esos pocos verbos aunque bien sabe Dios que me habría gustado conocer algunos más. Pero si algo me ha quedado claro de la vida últimamente es que las cosas no se fuerzan y, como dice el poeta, “uno tiene que saber cuándo su tiempo ha pasado… y aprender a admirar otras victorias”.

Así que, como Celine (Julie Delpy) con el cielo de Viena azulándose en la primera de las películas de esa trilogía de lasque hablábamos al principio, se marchó de buena mañana con la intención de no volver jamás. Y como tantas otras veces, quedó de ella el recuerdo, que es algo que, con el tiempo, la hará mejor de lo que en realidad es. Porque al final mi mente obviará los detalles intrascendentes, las discusiones por el fútbol, las parejas que vinieron, las que ya se marcharon y los besos que debieron llegar y, sin embargo, se quedaron por el camino. Tan sólo quedará, mucho tiempo después, un vestido celeste con una coleta dorada, la sonrisa preciosa que lo acompañaba y el abrazo sincero de quienes quizá pudieron serlo todo y al final  se conformaron con el recuerdo de una noche que pasará a la eternidad.