miércoles, 7 de abril de 2021

Parece que acaba de ocurrir

Fue hace tanto tiempo que, por momentos, parece que acaba de ocurrir. 
 
Ella sobre un sofá de piel oscura, sonriéndole a la vida con un bote de Estrella Galicia en la mano y todo un futuro por delante. Ahí estaba, contándome los problemas de una veinteañera que se agobia por el mundo sin ser consciente que tiene precisamente eso, el mundo, a sus pies. 
Yo, por mi parte, mirándola embobado, sabiendo que una vez, hace mil millones de años, tuve la misma vitalidad, el mismo arrebato, la misma energía y la certeza de que iba a cambiar tantas cosas que todo iba a ser un poquito mejor.
Ahí la tenía, enfrente de mí, derrochando vigor, cogiendo impulso para lo que venía y pintándome un lienzo de acuarela en el que, sin dudarlo, me quedaría a vivir. Y de todo eso hace tanto, tantísimo tiempo, que parece que acaba de ocurrir. 
 
Sus labios carnosos y su pelo rizado, esa mirada que te atrapa si la miras un segundo de más. Su forma de reír, sus ganas de vivir, la chulería de una muchacha que todavía no es consciente de todo lo que vendrá, lo cuesta arriba que es capaz de ponerse la vida y las lágrimas azules de pena que saldrán de esos ojos negros dentro de no mucho. El ímpetu por huir, por ver mundo, por no dejar un segundo sin exprimir la vida como una naranja madura y comérsela hasta la misma corteza. El miedo al daño, el pánico al qué pasará; la belleza de algo tan frágil, algo tan bonito que cada vez que la miraba me hacía rejuvenecer. Y de eso hace tanto, tanto tiempo… que parece que acaba de suceder. 
 
Y de repente se marchó. Sin el beso prometido y sin las mil noches sin dormir. Sin robarme el mes de abril como la canción de Sabina, ni pizzas ni fajitas, ni todo lo que quedaba por vivir. No volvió a verla y quedó tan solo el recuerdo a música lenta, a olor a patatas fritas y el sabor amargo de la cerveza en una habitación que se moría por mucho, muchísimo más. Y de eso, queridos míos, hace tanto, tantísimo tiempo, que parece acaba de pasar.

miércoles, 17 de marzo de 2021

Dieciséis líneas

Mis dieciséis últimas líneas son para ti,

por todo lo que me diste y lo feliz que me hiciste sentir.

Por aquel tiempo de besos y pasión,

por lo que pudo ser y, al final, se quedó en ilusión.

Por esos años que imaginé que serían eternos

y finalmente transcurrieron sin ton ni son.

Quería despedirme de ti, de tu vestido rojo y tus ocho copas,

diciéndote que, aunque no lo creas, te he querido como a pocas.

Que imaginé mil veces el futuro a tu lado,

y tuvimos la vida más maravillosa que podrías haber imaginado.

Que has sido el amor de mi vida,

sin que ni siquiera hayas querido comenzar la partida,

y que aunque tengo que pasar una página preciosa,

de este libro que algunos llaman vida,

estarás para siempre en lo más profundo,

de un corazón que ni te olvidará, ni te olvidó ni te olvida.

lunes, 18 de enero de 2021

Noches de invierno

Se acordó entonces de que si mirabas fijamente y durante unos segundos a ese par de ojos negros como la misma noche, podías ver el universo allí dentro, girando en la oscuridad de sus pupilas, descubriéndote, uno a uno, sus secretos más ocultos, e hipnotizándote hasta el punto de no querer saber nada más del resto del mundo.

Sonreía con la dulzura de una adolescente y se sonrojaba con cada palabra, con cada cumplido, con cada mirada y con cada gota de vino resbalando por su garganta. Sus pómulos se tornaban rojizos como una manzana madura y se tapaba de vez en cuando la cara con las manos para ocultar un rubor imposible de esconder del todo. Él se degustaba con esos momentos, se sentía poderoso con las palabras, sabiendo que ahondaban en ella como un cuchillo entrando en un taco de mantequilla caliente. La observaba y no apartaba de ella sus ojos, quizá por el temor a no volver a verla y, seguro, para regocijarse por todo lo que le había costado tenerla ahí. Al final, la vida no es más que pararse a degustar los pequeños momentos donde culminas grandes gestas. Y esa era una de las más grandes de su vida.

Luego la besó y sintió el roce de sus labios por primera vez. Segundos después, no más de dos o tres, el tacto de su lengua guerreando con la suya. Sus manos dejaron el candor para perderse en su pelo y él utilizó las suyas para hacerlo en un cuerpo que ahora se hacía real tras tantas y tantas noches apareciendo en su imaginación. Y, poco a poco, con la cautela de un cazador que tiene atrapada a su presa, empezó a quitarle la ropa.

 

Primero una chaqueta que se resistió y luego el sujetador que no lo hizo en absoluto. Se perdió en aquellos pechos como un niño que se suelta de la mano de su madre en una feria. Los sintió cálidos en su boca y sus manos los apretaron con fuerza mientras ella soltaba el primer gemido de toda una serie infinita. El eco de una hora de charla se apagó para siempre y en aquel salón frío tan sólo se escuchaba el chasquido de un par de labios y, de vez en cuando, un suspiro ahogado que indicaba que, de momento, todo marchaba bien.

Cuando apenas quedaban un par de calcetines que quitar, la cama los recibió complaciente a unos metros de distancia, y allí culminaron un ritual que llevaba demasiado tiempo esperando, que había tardado demasiado en llegar. Las palabras de cariño se tornaron libidinosas y el tacto y el decoro parecieron esfumarse para dejar paso a una lujuria propia de relatos para adultos. El frío del invierno se escurrió por algún recoveco y allí, en aquel cuarto escondido de todos, enero se convertía en una caldera a presión que alcanzaba temperaturas propias de otros tiempos, de otras estaciones y de otras latitudes. El sudor resbalaba por unas pieles a punto de la combustión y la paz reinante dejó lado a una concatenación de rugidos, mordiscos, gemidos y besos. Para que luego nos digan que sólo Dios puede hacer milagros.

Pasaron los años y sólo quedó el recuerdo: el de su piel, el del olor de su cuello, el de su pelo azabache, sus manos calidas, sus muslos desnudos y el amor en su boca. Tan sólo quedó la imagen de una sombra llegando a escondidas y marchándose por la puerta de atrás que, sin embargo, regresa de vez en cuando a sus sueños y hace que la noche más fría del año se convierta, una vez más, en un infierno de pasión como pocas veces el mundo fue testigo.

lunes, 4 de enero de 2021

Llorar

Llevo reflexionando varios días sobre eso de llorar. Qué cosa esa, ¿eh? No puedo encontrar otra acción humana que utilicemos, consciente o inconscientemente, tanto cuando nos colma la alegría como cuando nos invade la pena más grande. Es un acto extraño en sí: expulsar pequeñas gotas de agua por los ojos. Si te paras a pensar es raro de cojones. Puedes estar meses sin hacerlo o pasar una semana entera sin poder parar. Te provoca ansiedad y alivio, rabia o felicidad, te impulsa a abrazarte con fuerza a la primera persona a la que encuentras o te hace mandar a la mierda al que menos lo merece.

Hacía meses que no lloraba. Y eso que el año ha sido propicio para ello. Mi madre siempre dice que llorar “libera toxinas” y yo creo que aguantar demasiado las lágrimas ennegrece el corazón y estoy seguro de que ambos llevamos parte de razón. No soy docto en la materia para saber los efectos físicos, anatómicos o biológicos que trae consigo llorar, pero sí lo he hecho las suficientes veces para saber que es purificador para el alma, que te regenera por dentro y que es una parte muy importante del impulso que uno necesita para salir del pozo cuando se ha tocado el fondo.

A mí se me aclara mucho el iris y se me enrojece a rabiar la esclerótica (bien sabe Dios que lo he tenido que buscar en Google), se me quedan los ojos de un verde clarísimo que dura muy poco y me salen unas bolsas azules horribles para compensar. Además, me he dado cuenta de que produzco una pena inmensa a quien me mira cuando lloro, quizá por la expresión que se me queda o, quizá, porque no acostumbro a llorar en público. Vete tú a saber.


Aunque no lo hago con frecuencia, nunca lo he visto como algo de lo que hay que avergonzarse, más bien lo encuentro tierno, algo que no haces delante de todo el mundo, que evitas todo lo posible hasta que te encuentras con esa persona en la que confías tan plenamente que tu propio cuerpo te anima a romperte allí mismo frente a ella. Ahí te dejas llevar y, entonces, sale rebosante ese torrente de pena que presionaba con fuerza la frágil presa de tu orgullo. Cada uno necesita su tiempo, eso es cierto, pero no es menos cierto que el caudal siempre termina remitiendo y, al final, la corriente se seca como un afluente en verano. Y entonces, casi sin darte cuenta, el dolor parece haber remitido. Seguramente no desaparezca en un tiempo, probablemente el depósito vuelva a llenarse pronto y haya que vaciarlo una o mil veces más, pero ese mecanismo divino (porque no tengo dudas de que Dios está detrás de todo eso) te hace soportar el desconsuelo cuando crees que no puedes más, cuando el amor de tu vida se te escapa una fría noche de diciembre, suspendes un examen importante, se marcha un ser querido o te das cuenta de que ese amigo del alma en realidad no lo era tanto.

Cuando el dolor atenaza tu espíritu y de nada sirven las palabras o el consuelo, sólo nos queda llorar. Y eso es mucho, muy sano y revitalizante. De hecho, cada vez estoy más convencido de que es un de los gestos más bellos del ser humano. Llorar al ver por primera vez a tu hija recién nacida o al despedir a tu padre, por amor o porque piensas que ese corazón roto no volverá a latir, por un premio que no esperabas o por una desilusión de no haberlo ganado tras mucho esfuerzo. No importa el motivo sino la lección: cuando la vida te lleva al límite de lo soportable, tú mismo puedes dar un paso más, decir “aquí estoy, soy vulnerable, lo reconozco, pero mi propio cuerpo me va a ayudar a pasar este bache” y recordar o, al menos intentarlo, que tras la tempestad viene la calma y que hasta las lágrimas de mayor pena, tarde o temprano, se convierten en otras de tremenda felicidad.

martes, 29 de diciembre de 2020

2020

Se marcha el año de las lágrimas de pena, los hospitales rebosantes, los entierros solitarios, las bodas canceladas y la distancia de seguridad. El año de la muerte y el miedo, de las mentiras  para arañar un mísero voto, de las sonrisas tapadas por trozos de tela, las restricciones, los toques de queda, el cierre de fronteras y todo lo demás. Se va terminando, poco a poco, la época de las calles vacías y las casas llenas de papel higiénico, de las despensas repletas y las colas interminables para comprar todo lo que no se necesita con tal de que no lo tengan los demás. Muchos meses sin caricias ni besos, cambiando esas dos cosas fundamentales por un insulso choque de codos o un amago de abrazo frenado por el qué dirán. Infinitas horas sin ver a los seres queridos mas que por una pantallita, intentado paliar la necesidad de tomarnos una cerveza juntos haciéndolo a distancia por Skype, o cambiando la sensación de surcar la montaña a lomos de la bicicleta por la monotonía del rodillo o la cinta de correr. Un año que nos fue arrebatado por un maldito virus cuando creíamos que éramos intocables, invencibles e inmortales. El año de las escapadas a escondidas, el del miedo a contagiar, el de la soledad absoluta, la mirada perdida, los amigos disipados y otros que creían que vendrían pero no, no terminan de llegar. El de las colas del hambre y el desempleo, un 2020 que entró por la puerta sin hacer ruido, marcando el final de una década donde todo parecía mejor y nos enseñó que lo verdaderamente importante es esa gente que tenemos al lado, las pequeñas cosas placenteras y la vida que llevábamos cuando todo era alcohol en la calle, bares repletos, gente cercana y amor por doquier.


Sin embargo, concluye también un año en el que volví a leer tanto como lo hacía en la facultad. El año de Javier Aznar, Francesco Piccolo, Gistau (Dios lo tenga en su gloria), Julia Navarro, Federico, Juan Gómez Jurado y alguno que me dejo por ahí. Y el mío, por qué no decirlo también. Se marcha la época en la que más he valorado a la gente, a la de verdad, a esa que está ahí siempre, pase lo que pase, y nunca se va. Un 2020 que significó el fin de una vida y que inicia para mí otra, el del fin de un proyecto y el principio del nuevo, el que me ha hecho pararme en la cima a respirar hondo y sentir el aire entrando por mis pulmones, purificador, limpio y repleto de esperanza. Tiempo de meditación y pizza, reflexionar sobre lo que quiero y sobre a quién quiero: entender, si es que había algo que quedaba por entender, qué es lo importante y qué es trivial, qué es lo que me llena y qué lo que me da exactamente igual. Cerveza alemana y vinos de calidad, asados, muchos meses sin whisky y luego uno riquísimo para celebrar la vida y que aquí seguimos, disfrutando del mayor regalo con el que nadie nos ha podido obsequiar. Este será el año de la reforma de casa, de la Liga sin público que, al final, siempre acaba ganando el mismo, porque por mucha pandemia que venga el Madrid es lo más grande que hay, hubo y siempre habrá. Un año con lágrimas de pena pero también de felicidad, el de prometerme que no le volvería a decir nunca todo lo que la quiero y, claro, tener que retractarme luego, porque la quiero tanto que no puedo dejar de decírselo. Solomillos con salsa a la pimienta, un invierno de enhorabuenas, niños que vienen y padres que, tristemente, se van. Al final este año, con todo lo malo que ha sido, nos enseña una valiosa lección: que la vida, aunque parezca a veces oscura, es un camino donde siempre termina saliendo el sol. La esperanza puede con la pena, el amor con todo lo demás y cada segundo que pasamos es una dádiva que deberíamos aprovechar.

Os deseo toda la felicidad del mundo en este nuevo curso que comienza pero, sobre todo, os deseo de corazón a todos que comprendáis que cada segundo cuenta y que lo que no digas, hagas o améis ahora, ya mismo, es algo que te estás perdiendo y que no volverá.