martes, 17 de marzo de 2020

Cuarentena

Se despertó con los primeros rayos de sol de la mañana, solo, tal y como se había acostado la noche anterior. Se lavó la cara con agua fría y anduvo por el desangelado pasillo hasta la cocina. Abrió la nevera y sacó el medio cartón de leche que quedaba y un par de rebanadas de pan de pueblo para desayunar. Pan, tomate, sal y aceite. Lo mismo de siempre.

Las noticias seguían hablando del tema en cuestión y él, aunque estaba ya muy cansado de lo mismo de siempre, la dejaba puesta un rato escuchando las únicas voces que, durante tanto tiempo que no conseguía alcanzar a recordar, oía a diario. Ponía verde al gobierno y a la oposición, a los de aquí, a los de allá y a los de más allá. A todos. Estaba harto de ese confinamiento. Estaba harto de la soledad.

Terminó el desayuno y se fue directamente a la terraza, no sin antes pasar a por el tercer libro que se había leído en una semana. “No todo iba a ser malo” pensó “voy a leer más que en los últimos tres años”. 

Se sentó en el sofá que había acondicionado allí y disfrutó de los rayos de sol que atravesaban el cristal para morir en su casa. Cerró los ojos y notó cómo el calor del astro rey le acariciaba la tez con la suavidad de un amante, con la calidez de una enamorada, con la dulzura de un rollo de verano.
Comenzó a leer y se perdió por historias ajenas a todo aquello, por mundos fantasiosos y seres irreales. Pasaron las horas y tan solo se escuchaban, de vez en cuando, el trinar de los pájaros y el viento meciendo las ramas de los árboles. Nada más. Ni un coche, ni un grito, ni un atisbo de ruido anti natural. Tan solo calma. Tan dulce como tremendamente pavorosa.


Las habitaciones seguían vacías como lo hacían las calles de fuera. La nada lo envolvía todo y él dejó las páginas del libro apoyadas sobre sus rodillas para perder la mirada en el firmamento mientras un amago de tristeza le recorrió el cuerpo. 

Se levantó del sofá y abrió la cristalera. Inmediatamente, el viento rompió contra él con suavidad, como lo había hecho el sol minutos antes pero esta vez erizándole el vello por el contraste frío que producía. Al frente, las montañas que solía transitar con la bici y, un poco más allá, los carriles por donde iba a correr hasta no hacía mucho. Los pinos meciéndose y el olor a mojado en las calles. Le vinieron a la cabeza las terrazas abarrotadas en verano, la arena de la playa, los atardeceres bebiendo cerveza con sus amigos, las risas, las discusiones, los abrazos y los besos, sobre todo los besos. Ya no había nada de eso ahí, tan solo silencio, tan solo calma, tan solo un piso vacío y él ansiando salir a comerse el mundo otra vez.

Comprendió entonces que todo aquello no era más que una lección de Dios, del karma, del universo o de la naturaleza, llámalo como quieras, para que empezásemos a valorar lo que tenemos. El olor a café o el crujir del pan recién sacado de la tostadora. El primer sorbo de vino o el abrazo de ese amigo al que hace tanto que no ves. El sonido de las olas rompiendo, los campos de violetas floreciendo, los viernes de cerveza y los sábados de fútbol. Las migas y la paella, las excusas para quedar y la necesidad apremiante de que te digan ‘te quiero’. Se acordó de ella y se volvió a preocupar: “espero que no le pase nada porque me muero” se dijo para sí. Habría matado por pasar la cuarentena con ella en cualquier lugar… pero a veces las cosas no son como uno quiere. Tristemente para nosotros.

Recordó el olor a romero, aquellas cenas copiosas que luego no te dejaban dormir, el tacto de la piel de esa chica o el roce de los labios de aquella otra; los paseos por el parque, las carreras de montaña, el nerviosismo previo a un viaje, la piscina y el césped mojado bajo los pies. Los críos peleándose por jugar a la Play, el río y el mar, la música sonando con fuerza en el pub y hasta echó de menos el alquitrán de la pista donde iba a correr por las tarde. Todo eso estaba ahí, si estiraba la mano casi alcanzaba a tocarlo… pero no podía.

Y entonces extrañó como nunca su vida, la que le había quitado el miedo, la mala gestión y un bichito hijo de puta que les estaba puteando la vida. Y se juró que, cuando aquello pasase, todo iba a cambiar porque él iba a aprovechar mejor cada momento, abrazaría más y sería más sincero con la gente que amaba. Diría más ‘te quiero’ aún a riesgo de no recibir la misma respuesta e intentaría pensar menos y sentir más. Al fin y al cabo, si algo había aprendido durante su encierro es que la vida precisamente va de eso: de disfrutar cada puñetero segundo que estemos aquí porque nunca sabes si va a ser el último.

miércoles, 4 de marzo de 2020

El fin del mundo

Las calles ardiendo, los escaparates de las tiendas reventados a pedradas, gritos en cada esquina, coches y contenedores en llamas y la certeza de que mañana no volverá a amanecer. Mientras todo eso ocurre, tú y yo nos comemos a besos, desnudos en la quietud de una habitación que parece una realidad aparte, que nada tiene que ver con la que se acaba allá afuera. Y claro, el fin del mundo no parece tan malo.

Tu boca pegándose a la mía con la fiereza de una leona protegiendo a sus cachorros. Tus manos agarrando fuerte mi pelo mientras las mías hacen lo propio con tus caderas: “nadie te va a volver a apartar de mí” pienso mientras te atraigo tan fuerte que, por un momento, parece que formamos un solo cuerpo. Las yemas de mis dedos deslizándose por tu piel y el olor a tu perfume penetrando por mis fosas nasales. La luz roja del fuego que se extiende en la calle entrando por las rejillas de la persiana y dibujando en el techo una sombra que contiene tanta pasión como la que se colorea encima de la cama.


Te tengo aquí conmigo, de nuevo, y ya pueden caer las siete plagas de Egipto sobre nosotros, que nada más importa. Tus ojos no dejan de mirarme, tus labios me saben a gloria bendita, tu lengua entra en mi boca y tus manos comienzan a levantarme poco a poco la camiseta, arañándome la espalda después y consiguiendo que se quede marcado tu paso por ahí, como los surcos de un buey arando el vasto campo. Te beso el cuello y te oigo gemir como solías hacer antaño y empiezo a pensar cómo he podido vivir todos estos años sin sentir eso y entonces me doy cuenta de que realmente no he vivido durante todo este tiempo. 

Caen piedras del cielo y la tierra se abre, los mares destruyen ciudades y el viento huracanado parece que va a tirar el edificio, pero tú y yo seguimos encerrados aquí, desnudos, devorándonos a sabiendas de que hemos perdido mucho el tiempo y que ahora, cuando todo se acaba, lo vamos a recuperar. Qué importa que el mundo se consuma afuera… para qué buscar fuego allá cuando tenemos el infierno aquí dentro.

Las horas pasan y ya queda menos para el final. El colchón está empapado de sudor y el aliento nos falta a ambos. Te acurrucas en mi pecho y yo te rodeo con mi brazo mientras beso ese pelo castaño que se aclara en las puntas y que he echado tanto de menos que, en ocasiones, sería capaz de haber asesinado por verlo una vez más. Y ahora lo tengo aquí, te tengo entera aquí y no puedo más que agradecerle al mundo, el mismo que está a punto de irse al traste, que te haya traído de vuelta.
Y mientras cruje el suelo y la vida, tal y como la conocíamos, deja de existir, te miro y te sonrío y a ese gesto tú contestas con otra sonrisa. “No habría elegido a otra con la que acabar esta historia” te susurro en el silencio de la habitación. ¿Tu contestación? Un beso mudo, delicado y alargado en el tiempo que pone fin a todo lo conocido y que, a buen seguro, sería el final perfecto para este cuento llamado ‘vida’ que un día terminará.
No sé ni cómo ni cuándo llegará el fin del mundo, lo que tengo absolutamente claro es que, ojalá, estés tú aquí y se parezca, aunque sea un poquito, a lo que me acabo de imaginar.

lunes, 17 de febrero de 2020

Batalla perdida

Tantos años preparando la guerra… para morir antes de que se produjera el primer disparo.

Había planeado el momento con la meticulosidad de Napoleón, con la complejidad de César y la templanza de Alejandro. Lo tenía todo controlado, absolutamente todo: qué diría, cuándo lo diría y, sobre todo, cómo lo diría. No había forma humana de no ganar aquella batalla, era totalmente imposible.

Su ejército estaba compuesto de improperios y reproches y la táctica se basaba en recordarle todo lo que le había hecho, el daño más agudo y más profundo que él recordaba o había sido capaz de sentir. Y lo mejor de todo era que ambos sabían que él llevaba la razón. Ahora, tantos años después, ella tendría que reconocer que lo hizo mal, pedir perdón y aguantar como bien pudiera todos sus agravios. No merecía otra cosa.

El campo de batalla, un restaurante con nombre de chiste; la noche ennegrecida envolviéndolo todo y la cerveza templando unos nervios que parecían irreales, porque a buen seguro él jamás había estado tan nervioso antes de una cita con una mujer. Bien es cierto, todo hay que decirlo, que no existía en todo el planeta tierra una igual que ella.

Una vez más, repasó el plan paso a paso y se convenció de que nada podía salir mal si lo seguía al pie de la letra. “Todo va a ir bien” se dijo mientras se escuchaba un ‘gol’ en el ambiente. “Todo va a ir bien” se volvió a repetir por última vez.

Y entonces entró ella y supo de inmediato que no, que estaba totalmente equivocado, que nada iba a salir bien aquella noche de febrero.


Porque apareció tan guapa como siempre y, muy a su pesar, incluso más que nunca. Durante años creyó que el amarillo era el color que más le favorecía pero aquel jersey rojo le ayudó a cambiar de parecer. Se acercó a él y le dio los dos besos más fríos que nadie le ha dado jamás. Se sentó enfrente, dejó su bolso en la mesa y con una simple mirada lo dejó indefenso y a sabiendas que no sólo había perdido la batalla sino que estaba condenando a perder la guerra.

Se dio cuenta de que jamás había echado nada tanto de menos como la forma que tenía de reírse cuando la vio de nuevo hacerlo. Ese achinar de ojos que lo había enamorado años atrás le hacía pedirle a los cielos que, por favor, no se la llevaran nunca. Su pelo dorado cayendo por encima del algodón, su cara de cansada después de todo un día sin parar quieta, aquel maldito anillo que tanto había odiado en el dedo donde debería estar el que él tenía que regalarle y sus ojos negros clavándose en los suyos mientras él se tenía que inventar cien excusas baratas para no aguantarle la mirada más de quince segundos. Y todo porque sabía que si la miraba un poco más se le haría mucho más cuesta arriba la despedida.

No pudo echarle en cara casi nada, al menos no tanto como él hubiese querido. Tan sólo salían leves reproches de vez en cuando y, eso sí, la petición sincera y con la voz quebrada de que, por favor, no se volviera a ir jamás de su lado. El escudo le había durado exactamente un segundo y la coraza había quedado lista para la chatarra en cuanto la primera palabra salió de su boca. Nunca se sintió más endeble y, a la vez, más afortunado que en aquellas horas que la tuvo al lado, que caminaron juntos por las calles desérticas de la ciudad y que, por un momento, pareció que el tiempo no hubiese pasado. 

Y cuando más feliz creía que era, de nuevo, todo terminó. Ella se marchó lejos y él volvió borracho a la soledad de una cama vacía, recordándole a su gente más cercana que no existía nadie igual y que uno deja de meterle prisa al destino cuando comprende quién es su destino. Y su destino, bien lo sabe Dios, era perder aquella guerra para caer rendido a los pies de la chica más increíble que el mundo ha visto nacer.

lunes, 10 de febrero de 2020

Gistau

En el día en que Jabois, Bustos, Reverte y compañía salen a escribir sobre el tristemente fallecido David Gistau, a uno casi le da apuro sentarse a hacer lo mismo para rendirle homenaje desde este humilde blog. Sin embargo, había que hacerlo.

Fue Paco González en la COPE quien me transmitió la muerte de David. Estaba en casa de mi madre cenando con ella cuando comunicó la noticia y en ese instante únicamente salió de mí un “no me jodas” tan sincero como melancólico. Ella, mi madre, me preguntó quién era ese tal Gistau y eso me da una triste idea de lo mal que está el periodismo nacional, su audiencia y de lo poco que sabemos valorar lo bueno que tenemos en este país.

David Gistau, para todos aquellos que, como mi madre, no lo conocieran, ha sido uno de esos referentes del madridismo underground que hasta no hace mucho era la corriente ideológica que más se acercaba a mi forma de pensar. Junto a él, a Jabois, Hughes y un largo etcétera, viví la época más bonita de mis treinta y tres años de madridismo, los años que más blanco me sentí (y eso es mucho decir), que más apasionadamente viví el fútbol y, aunque sea por mera coincidencia, que más feliz he sido en líneas generales. Pero David era mucho más que mourinhismo y fútbol. Muchísimo más.

Era un tipo con aspecto bonachón y una voz que engatusaba. Decía las palabras adecuadas siempre que había que decirlas y eso ya es más de lo que se puede decir del noventa y nueve por ciento de la humanidad. Hablaba como un hombre culto, porque lo era, y siempre que él salía en una tertulia era absolutamente imposible cambiar de emisora porque te enganchaba, te hacía prestarle atención y, si lo seguías el tiempo necesario, te causaba una devoción absoluta. Tenía barba poblada y pesaba unos cuantos kilos de más. Me gustaba imaginármelo bebiendo cerveza y soltando improperios en las gradas del Bernabéu o leyendo un artículo de algún tuitero con una media sonrisa. Hablaba sentando cátedra, le tenía miedo a la muerte y escribió tantas cosas bonitas que me sería imposible enumerar.

FOTO: Jotdown

Sentía una terrible y sana envidia cuando Reverte subía fotos con él y con Manuel Jabois en alguna cena. Juro que hubiese dado mucho de lo que tengo por haber sido testigo de alguna de ellas porque de ahí únicamente se me hubieran quedado grandes recuerdos, cosa que, según he ido cumpliendo años, me he dado cuenta que es lo más importante que podemos gestar en esta aventura llamada vida. Los imaginaba hablando de libros, de fútbol, de mujeres y de vivencias y sólo podía desear con todas mis fuerzas estar allí con ellos, aunque fuese en la mesa de al lado escuchando atentamente sin decir nada. Ya en 2015 lo apunté en un tuit: “Si me muero sin haber pasado una tarde de cervezas con Gistau podéis decirle a mi familia y amigos que mi vida jamás estuvo completa”. Ayer se marchó sin que pudiera decirle todo lo que admiraba y sí, tengo la sensación de que esa espinita la llevaré siempre conmigo.

No hace un mes que fui a Madrid por última vez y le escribí a Hughes y al propio Jabois suplicándoles esa cerveza. Eran las mil, íbamos todos medio borrachos y ambos contestaron que, joder, haber avisado antes. Con toda la razón del mundo. Pero yo seguiré encabezonado con ello, con poder desvirtualizar a esas plumas que tanto admiro, a esa raza de periodistas que escriben sobre su existencia y la de los demás haciéndote parte de ellas, emocionándote y maravillándote, transportándote de la quietud de una vida ya alejada de esa profesión pero que, inevitablemente, siempre será propia. Porque, como decía, si algo tengo claro en este camino, es que uno se hace mejor persona cuando se rodea de gente válida, culta, inteligente y que vive la vida como si fuera a morir mañana. Que esa gente que te culturiza con anécdotas y experiencias, que te hace reír y que, en definitiva, te hace ser mejor persona, es la que tienes que amarrar con fuerza o hacer lo posible para meterla en tu vida. Y David Gistau, sin duda, era uno de esos.

Descansa en paz, ídolo, y ten por seguro que, por mucho que pase el tiempo, no te vamos a olvidar jamás.

miércoles, 5 de febrero de 2020

Ese momento

Ese momento en que comprendes que no querrás a nadie más, que tu vida ya no te pertenece del todo, que pasa a no ser tuya por completo, que depende de otra persona y que será así desde ahora en adelante, ocurra lo que ocurra y para toda la eternidad.

Ese momento en que te das cuenta de que quieres reflejarte en sus ojos cada mañana, que no deseas otros labios que besar, que ansías que vuelva a casa para cenar con ella, para decirle que la has echado de menos, que la quisiste desde el mismo momento en que se puso delante tuyo y que siempre, pase lo que pase, la querrás. El instante en que entiendes que todo lo pasado no ha pasado y que sólo pueden seguir ocurriendo cosas si ella viene y no se vuelve a marchar. El segundo en que, sin tú quererlo ni pedirlo, te das cuenta de que te ha faltado algo siempre y ese algo era ella, tu otra mitad.

Ese momento en que, sentado en un banco cualquiera, te topas con una de sus fotos y no la puedes dejar de mirar. Y te da rabia, no sabes cuánta, que esté tan lejos, en otros brazos y duerma en otra cama cada noche y allí se vuelva a despertar. Que no sean tus manos en las que se enrede su pelo, aclarado por los primeros rayos del sol, ni tu boca la que encuentre su lengua en las próximas mil noches de pasión. Que no sea tu pecho desnudo donde se acurruque en cada puesta de sol, ni el suelo de tu alcoba donde caiga, cuando tú se la arranques, toda su ropa interior.


Es ese, y no otro, el momento en que empiezas a comprender que todo lo ocurrido, que todo lo pasado, ni ha tenido sentido ni lo puede tener. Ese ese y no otro, el instante en donde la luz se termina de encender, es ahí donde todo cobra sentido y donde empiezas a entender que todo lo blanco se ha vuelto negro y lo que parecía recto se acaba de torcer. Y pides al cielo, clemencia y que no te deje caer, que ni habido ni jamás la hubo, otra distinta a ella… otra con la que quieras envejecer.
Es ahí mismo, mirando a La granja, donde rezas para que esa cita surja, para que vuelva y no se vaya jamás, donde pides que ese café que te debe sea el primero de todos los que vengan detrás. Es en ese preciso momento del que os hablo donde le suplicas al universo, ese que parece que nunca te escucha, que te dé otra oportunidad. Ahí, mirando la pantalla rota de un teléfono móvil entiendes que si no puedes tenerla a ella, no quieres tener a ninguna más. Y de tantas preguntas que surgen, de repente, aparece de la nada una bonita certeza: que hay instantes donde aunque parece que uno se tropieza, realmente son el punto de inflexión de todo lo bonito que ahora empieza.