lunes, 23 de enero de 2017

Sus ojos verdes

Sus ojos verdes se clavaron en los míos una noche fría de invierno… y no se terminaron de marchar jamás.


Acompañaba su mirada con una sonrisa tibia, tímida y, por momentos, guarecida bajo la manta que nos cubría a los dos. Sus ojos verdes me miraban y los míos no podían hacer otra cosa que mirarlos, como dos esclavos presos de su amo o dos luceros que giran alrededor del astro rey. Ellos, mis ojos, se quedaron durante horas petrificados cuando los alcanzaban los suyos, hechizados por la magia de un verde aceituna que los embrujaba con un conjuro más fuerte de lo que jamás había conocido antes y nunca más conocería después. Luego, un segundo más tarde del primer contacto, ella entornó los suyos suave y delicadamente esperando un beso que, por supuesto, no tardó en llegar. Mis labios rozaron los suyos, acompasados por un éxtasis que me hacía querer atraerla lenta e irremediablemente hacia mí, como si alguien allá afuera pudiera robármela, llevársela sin que me diese cuenta para no volver a traérmela jamás. Y eso era algo que yo no estaba dispuesto a dejar que ocurriese. 

Sin embargo, nadie tocó la puerta esa noche para reclamarla como propia y yo aproveché la ocasión para hacerla mía para toda la eternidad. Guerreé con su boca y ella lo hizo con la mía hasta que los primeros rayos de sol de la mañana nos encontraron desnudos en la habitación. Sus mejillas se enrojecían, su piel aumentaba de temperatura y sus ojos, sus preciosos ojos verdes, se entreabrían de vez en cuando como queriendo asegurarse de que todo aquello no era un sueño y de que, tal y como le había prometido, el engaño se había consumado y era tan real como el frío invierno que golpeaba con vientos huracanados y copos de nieve tras la ventana.

Y así, entre caricias, abrazos y el tacto de su pelo dorado enredándose en mis manos, con el brillo de su mirada dando luz a un alma opacada por la oscuridad, nos cogió el alba por sorpresa. Y el calor se convirtió en frío y la luna dejó paso al sol, y mis sábanas quedaron huérfanas y mudas esperando de nuevo a unos ojos que quizá nunca debieron llegar pero que, como les decía al principio, una vez arribaron no se terminaron de marchar jamás.

lunes, 9 de enero de 2017

El piropo


Aprovechando las polémicas declaraciones de la presidenta del Observatorio contra la Violencia de Género, doña Ángeles Carmona, en las que asegura que el piropo “supone una invasión en la intimidad de la mujer y que, por ello, es necesario su erradicalización”, me he animado, desde la quietud de un hogar que comienza a ver amanecer, a salir en defensa del que para mí es el último reducto de una generación de románticos tristemente en proceso de extinción.

Lo primero que habría que decir en defensa del piropo es que éste no es exclusivo del género masculino. Ni mucho menos. No creo, de hecho, que haya un matiz más machista que ese en el discurso de la presidenta de un órgano que, en teoría, lucha contra eso mismo, la discriminación. Como digo, el piropo no pertenece, para nada, a los hombres. Si bien es cierto que por cuestiones sociales, culturales o simplemente estéticas, es posible que seamos los que más lo usamos, las mujeres no sólo pueden, sino que deben recurrir a él siempre que así lo crean oportuno. Faltaría más.

Al igual que el cine, la literatura, la pintura o cualquier otro ámbito cultural, hay piropos buenos y malos. Como no es lo mismo escuchar a mi vecino del quinto cuando practica sus lecciones de piano que disfrutar del Claro de Luna de Debussy, no es lo mismo un piropo salido de una boca educada que otro que resuena con grosería, falta de tacto o carencia de sensibilidad. Sin embargo, como toda muestra artística (porque el piropo no deja de ser eso) no puede ser condenado ni censurado ante la falta de gusto de unos cuantos o unos pocos. Sería como cerrar todos los museos del mundo porque existe el Guggenheim de Bilbao, y no creo que nadie estuviera de acuerdo con eso.


Otro aspecto que obviamos cuando hablamos del piropo es que no siempre han de alagar aspectos físicos de la persona. Cuando entramos en casa de un desconocido y enaltecemos lo bien decorada que está, lo estamos piropeando a él. Cuando nos fijamos en un corte de pelo novedoso, exaltamos la nueva camisa que ha adquirido un amigo o loamos la fotografía tan espectacular que ha subido al muro de Facebook, estamos recurriendo de nuevo al tan deslegitimado piropo con la única intención de agradar a alguien que nos es cercano, importante o querido. Y eso, en una sociedad cada vez más confrontada, virtualizada y alejada del contacto personal, no puede ser criticable por mucho que a la señora Carmona le apetezca.

lunes, 19 de diciembre de 2016

El cansino de la Navidad

Una de las figuras clásicas e imperecederas de la Navidad es ese cansino, demagogo y aguafiestas que todos conocemos y sufrimos cada año. Ese que se encarga de recordarnos, en medio de la celebración, las risas y el confeti, todo lo malo que conllevan estos días. Ya sabéis, el amargado que, cuando has descorchado la primera botella de cava, te dice: “Bah, la Navidad es todo consumismo y falsedad”. El tipo (o tipa, claro) sale a relucir en multitud de ocasiones: día de los enamorados, aniversarios, santos o demás festividades importantes. Es el típico que te alecciona de dónde, cuándo y cómo hay que amar, recordándote que los abrazos y los besos se deben dar todos los días y no sólo cuando lo marca el calendario. Y, sin embargo, a pesar de todo lo que te dice, tú no alcanzas a recordar cuándo fue la última vez que lo viste a él abrazar o besar a alguien. Curiosa contradicción.

La Navidad es una fecha especial con tintes religiosos que, claro, no cala muy bien entre esa progresía rancia que nos ha tocado sufrir a muchos. Nunca la sentí como una fiesta propia de los creyentes porque, creo, significa (o debería hacerlo) mucho más que la celebración del nacimiento de Cristo. Para mí la Navidad, como he dicho anteriormente, es una época donde la luz vence a las tinieblas metafórica y literalmente. Caminas por el centro de cualquier ciudad y tienes millones de bombillas alumbrándote el paso a la vez que, si te paras a mirar, puedes observar cómo, por momentos, la bondad y el sentimentalismo se sobreponen a todo lo malo que nosotros, la raza humana, llevamos en lo más hondo de nuestro ser. La Navidad es esa época en que te fundes con gente a la que no ves durante todo el año, que abrazas y besas y familiares que viven lejos, a amigos con los que pudiste perder relación o felicitas a gente con la que no habías hablado en tu vida y, quizá, no vuelvas hablar jamás. Algunos ven eso como algo malo o artificial y yo, mira tú por dónde, lo veo como un regalo maravilloso que nos ofrece estos días que están por llegar.

La Navidad te hace mejor persona, es algo en lo que creo fervientemente. Sonríes más, sales más, bebes, comes y quieres más que hace una semana. Te arreglas y te pones guapo, piropeas a tus amigos y a tu familia, te reúnes y charlas, te desinhibes, piensas menos y dejas para mañana lo que podrías hacer hoy. “Voy a aprovechar ahora, que el día dos me pongo con la dieta”
Por una vez en el año se vive el momento, ese carpe diem latino que todos nos obligamos a realizar pero que siempre dejamos para más adelante. En Navidad se exprimen los segundos, se vive el presente sin importar el mañana, se externaliza todo lo que llevamos meses queriendo sacar y, sobre todo, se quiere mucho y muy seguidamente. Únicamente por eso ya merece la pena celebrarla.

Pero hay más, mucho más: las guirnaldas, los árboles y los belenes. La ilusión de un regalo que no esperabas, el olor a marisco o el sabor del vino tinto. El llenar casas de comida aunque haya veces que cueste llegar a fin de mes; quitarte tú para darle al que tienes a tu lado o las partidas de trivial que no tienen final. Garrapiñadas y castañas, bufandas anudadas a la garganta, la ilusión de los niños y de los que no lo son tanto, los disfraces y las uvas, o la primera persona a la que felicitas cuando dejas atrás este año que va a terminar. De excesos y besos, de ‘te quieros’ tan sinceros que parece que te vas a emocionar. Es época de recordar a los que se fueron o a los que ya no están y eso, aunque parezca triste, no deja de ser algo maravilloso, porque nada importa más a la gente que se ha marchado que saber que los que seguimos aquí nos acordamos de ellos. La Navidad es calor dentro del frío invierno, El Tamborilero de Raphael y las fiestas de guardar; las resacas, los bostezos, la lencería roja y el afecto. La Navidad es reunirse con quien tú quieres, amar a los que te quieren y disfrutar sin parar. La Navidad es darte cuenta de que por muy mal que vayan las cosas tienes mucha gente a tu alrededor que te adora y, pase lo que pase, siempre lo hará.


Por eso, querida amiga o querido amigo, cuando te venga ese cansino diciendo que todo es un asco, que la hipocresía nos invade y que todo está fatal, no te amilanes ni le hagas caso; ponle un gorrito de Papá Noel en la cabeza, invítalo a una cerveza y dale un abrazo de esos largos, sentidos y difíciles de olvidar. Dile que la vida no es blanca ni negra, que toda época conocida tuvo fallos y siempre los habrá, pero que durante estos días todos, absolutamente todos nosotros, deberíamos pensar que esa vida, con sus imperfecciones y sus bonitas coincidencias, es el mejor regalo que nos han dado… y nos darán. Así que mejor dejar el amargor y la antipatía en casa y salir a festejar que estamos casi ya metidos de lleno en la blanca, festiva y preciosa Navidad. Que la disfrutéis cómo y con quién más feliz os haga, que la exprimáis como una naranja madura y que os colmen tanto de cariño que deseéis con todas vuestras fuerzas que no se termine nunca jamás.

domingo, 11 de diciembre de 2016

La vida

"La vida es eso que pasa entre café y café” le leía a una chica esta tarde en alguna red social que ahora mismo no sabría nombrar. Esa frase de servilletero de bar o de libro de autoayuda encierra tras de sí una cuestión más profunda, la misma que se lleva planteando la humanidad desde que es humanidad. ¿Qué cojones es la vida? Pues os lo voy a decir:

La vida es una cerveza en el local donde todos mis amigos se reúnen, una conversación con un tipo al que hacía mil años que no veías, una mirada de la chica a la que jamás besarás y que, a estas horas de la noche, se come a uno de tus grandes compañeros de aventuras mientras piensa: “¿y si le hubiera dado a él una oportunidad?”. Eso es la vida… y mucho más.

La vida es un paseo con la bicicleta una tarde de domingo, que tu madre se eche a llorar porque no puede contigo, una taza de chocolate caliente en diciembre o que el amor de tu vida te diga por chat que está con saliendo con otro. Que tu mejor amigo se vaya a vivir a la otra punta del país, que te rías tanto que no puedas respirar o que, sin darte cuenta, estés a punto de cumplir los treinta. La vida es eso que está pasando mientras os escribo este texto.


La vida es una novia que te cambia por Roma o el olor de la ropa de invierno cuando la sacas del armario. La vida es la chica que se muere porque la beses o esa otra que está harta de que le digas que darías media vida por dormir junto a ella. La vida es un chupito de tequila en la barra del bar o una canción de Sabina en la soledad de tu hogar. La vida son las fotografías viejas de algún álbum lleno de polvo o un Jack Daniel´s con un señor al que siempre respetaste. La vida, la tuya y la mía, son todos los besos que has dado y todos los que te quedan por dar.

La vida es esa mujer embutida en un vestido verde que te vuelve loco con sólo mirarla o esa otra que te prometió un día que jamás volvería a hablarte. La vida es un balón de cuero entrando por la escuadra de una portería, don Sergio Ramos García marcando un gol en el descuento o algún jugador del Real Madrid levantando una copa al cielo. La vida son las lágrimas, las sonrisas, los gemidos y las palabras que nos hemos llevado en la mochila y nunca hemos dejado que salieran a la luz. 

Sí, la vida también es una canción de Taburete, ver a Walter White de mala hostia, el coche que no arranca, la pata que le falta a mi radiador, el enfado y la angustia porque las cosas no te salen bien, los labios que extrañas y el ´clic’ de un sujetador desabrochándose. La vida es que un amigo tuyo te diga que tiene una enfermedad jodidísima y que tú, con toda la puta sinceridad del mundo, le contestes: “aquí me tienes para luchar contra ella. Los dos. Juntos.”. La vida es matar o morir por la gente que te importa todos y cada uno de los días de esa misma vida que te ha tocado vivir.

La vida es sobre todo besar, abrazar y decirles a todas las personas que te rodean, quieres y amas precisamente eso: lo mucho que las quieres o lo muchísimo que las amas. La vida es cada ‘te adoro’ que pronuncian tus labios, cada caricia sobre una piel desnuda, cada bocado al cuello en noches de pasión o cada susurro casi mudo en una habitación oscura donde se puede llegar a oír un “me estoy enamorando de ti”. La vida es amar muy fuerte todo lo que amas, matar por todo aquello por lo que morirías y disfrutar de cada una de las cosas que te hacen tan feliz que, si tuvieras que dar la propia vida, no dudarías un minuto en hacerlo. La vida es amar y ser correspondido o incluso, si me apuráis, amar y no serlo; porque al final no importa si te quieren o te odian, si caes mejor o peor o si eres correspondido o no, lo verdaderamente importante de este camino que más pronto que tarde terminará, es irte con la cabeza bien alta gritándole al mundo que tú diste lo máximo que tu corazón podía albergar. Y cumpliendo con esa premisa, amiga o amigo mío, podrás decir dentro de muchos años que tus días en esta tragicomedia llamada ‘vida’ tuvieron sentido y que tu papel mereció la pena. Si no, te irás de aquí solo y amargado y te reprocharás para siempre el no haber disfrutado al máximo de toda la belleza que tienes a tu alrededor. Así que venga, espabila... y vive.

lunes, 5 de diciembre de 2016

Te olvidarás de mí...

Te olvidarás de mí el día en que, cuando llamen a la puerta, no desees con todas tus fuerzas que sea yo volviendo a tus brazos. El día en que te olvides de cómo te besaba lento, de cómo bajaba por tu cuerpo, de cómo te susurraba al oído lo mucho que te quería o lo mucho que te quiero. Ese día, si es que llega, te habrás olvidado de mí. 

En el momento en que los labios de otro no te sepan a los míos, en que no recuerdes mis caricias, en que tu mente no te recrimine lo imbécil que fuiste al irte, al tirarlo todo por la borda, al cambiarlo por nada. Ese día, querida, me habrás olvidado.
Cuando el verano no te sepa a vino en la terraza ni a esos paseos por descampados a la luz de la luna, y el invierno no te evoque estufas encendidas ni mantas guareciéndonos. Entonces, y sólo entonces, me habrás olvidado. 
Cuando no sueñes conmigo, cuando pasees por la calle y tu subconsciente no te diga: esa chaqueta le gustaría, esa camisa le sentaría genial, ojalá estuviera aquí para recordarme el nombre de esa película o, quizá, reces para que volviera allí a quejarme otra vez de lo mucho que tardabas en elegir vestido. Cuando otros dedos ericen tu piel, cuando otro te tape del frío, cuando tus pies helados encuentren cobijo en una cama distinta o cuando ya no recuerdes el olor de mi perfume. Ese día, el día en que por fin dejes atrás todo eso, me habrás dejado a mí también.

Cuando alguien te quiera para más de una noche o, peor aún, tú quieras a alguien para más de eso. Cuando necesites llorar y que te abracen, que te besen con el alma y no sólo con los labios, entonces comprenderás lo que dejaste escapar. Llegará un día no muy lejano en el que ya no recuerdes cómo me agarraba a tu pecho para dormir, cómo necesitaba tenerte cerca para conciliar el sueño, cómo te buscaba en la noche cuando sentía que te habías alejado cinco centímetros y, casi sin quererlo, te atraía a mí para no dejarte escapar. Los momentos de riñas, las lágrimas y también las carcajadas, las noches de película y las películas en mil y una noches. Las partidas de Trivial o los viajes a la tierra del arte, la pizza y el imperio. Las veces en que te dije que te quería más que a nada o a nadie en este maldito planeta que ahora parece un desierto sin ti. Cuando olvides mis manos descendiendo por tu espalda, mi boca diciendo que nunca había querido igual, quizá… sólo quizá, me consigas olvidar.

Y yo dejaré de recordarte la noche en que el alcohol no vuelva a traerme la imagen tu cara, tu sonrisa, tu cuerpo desnudo y esos ojos verdes clavándose en los míos. Entonces, cuando ya no vuelva a pensar que te quise y sólo siga aquí conmigo el daño que me hiciste, empezaré a dejar de depender de ti. Y únicamente quedará guardado en mi mente todo lo malo que vino después, obviando que fuiste el amor de mi vida y odiándote por el resto de esa misma vida que te llevaste metida en tu bolso de marca. Pero espero, de verdad, que todo eso, mi odio, mi desprecio, mi indiferencia o mi apatía tarden mucho en llegar, pues todavía disfruto de los momentos buenos que una vez tuvimos aunque haga tiempo que se convirtieron en ilusiones que se evaporaron como el rocío de una mañana de agosto. Al final, como te dije no hace mucho, te he convertido en algo mejor de lo que jamás fuiste y jamás serás y eso es algo que, probablemente, ni merecías, ni mereces... ni merecerás.