El ‘click’ de un sujetador
desabrochado fue, en este caso, el pistoletazo de salida a una carrera en la
que no se medía el tiempo ni la velocidad, en la que no se premiaban largos
recorridos ni se subían grandes puertos, sólo había que batir el record mundial
de besos por minuto y dejarse en esa tarea hasta la última gota de sudor.
Sus manos buceaban por la espalda
desnuda de ella memorizando cada centímetro cuadrado. La piel se le erizaba con el paso de
las yemas de sus dedos y ella se estremecía sobre la cama aprentando con fuerza
la almohaza a la que se aferraba. Le levantó el pelo por detrás de la nuca y
comenzó a besarla repetitivamente mientras se deslizaba cuidadosamente hacia
abajo, queriendo llegar tan al sur como le estuviera permitido. En un momento dado, y cuando hubo desgastado su boca contra esa curva lumbar mágica y el decoro apremiaba a no descender más, la apremió a darse vuelta para encontrarse esta vez con un
ombligo que hizo suyo para siempre.
Ascendió entonces de nuevo como un
escalador en el Annarpurna: cuidadoso, precavido y excitado. Se detuvo en sus
senos antes de ir a morir como un poseso a su cuello, donde la besó
tan apasionadamente que ella no tuvo más remedio que gemirle suavemente en la
oreja, dejando al descubriendo por completo su estado de éxtasis total, poniendo boca
arriba sus cartas repletas de lujuria y lascivia y subiendo la temperatura de la
habitación a la vez que lo hacía la de su cuerpo. Y entonces le suplicó que la
besara otra vez, y luego otra... y luego otra más.
Sus labios se estrellaron con la
fuerza de dos gigantes entrando en batalla. Ella lo asió hacia sí como si
temiera que alguien pudiera venir a arrancárselo de las manos. Él dejó para otro momento toda compostura y la terminó de desnudar
por completo. La banda sonora de la película no necesitó más instrumentos que
sus labios chocando una y otra vez y la orquesta no cesó en su función durante
tanto tiempo que, por un momento, pareció que habían conseguido lo imposible: detener las manecillas del reloj. Sin embargo, no lo consiguieron.
Al menos no aquella noche de sábado que ya se había esfumado dejando tras de sí la estela de una mañana de domingo.
Y de las llamas de una pasión
nunca vista las nacieron cenizas que daban por finalizado lo que por un instante pareció no tener final. Una vez más,
el mundo los separaba para arrastrarlos a punta distintas, a lugares tan
alejados como lejos se habían encontrado de todo ellos horas atrás. Pero de
entre todas esas cenizas se dejaron ver unas ascuas que, aunque en primera
instancia se confundían con las primeras, únicamente esperaban una excusa en forma de botella de vino por abrir o una nueva coincidencia del
destino para encenderse como las mismas llamas del infierno. Y para eso ya
faltaba un segundo menos… y ahora, uno menos que contar.