lunes, 8 de febrero de 2016

Relato de una noche de sábado o una mañana de domingo

El ‘click’ de un sujetador desabrochado fue, en este caso, el pistoletazo de salida a una carrera en la que no se medía el tiempo ni la velocidad, en la que no se premiaban largos recorridos ni se subían grandes puertos, sólo había que batir el record mundial de besos por minuto y dejarse en esa tarea hasta la última gota de sudor.


Sus manos buceaban por la espalda desnuda de ella memorizando cada centímetro cuadrado. La piel se le erizaba con el paso de las yemas de sus dedos y ella se estremecía sobre la cama aprentando con fuerza la almohaza a la que se aferraba. Le levantó el pelo por detrás de la nuca y comenzó a besarla repetitivamente mientras se deslizaba cuidadosamente hacia abajo, queriendo llegar tan al sur como le estuviera permitido. En un momento dado, y cuando hubo desgastado su boca contra esa curva lumbar mágica y el decoro apremiaba a no descender más, la apremió a darse vuelta para encontrarse esta vez con un ombligo que hizo suyo para siempre. 

Ascendió entonces de nuevo como un escalador en el Annarpurna: cuidadoso, precavido y excitado. Se detuvo en sus senos antes de ir a morir como un poseso a su cuello, donde la besó tan apasionadamente que ella no tuvo más remedio que gemirle suavemente en la oreja, dejando al descubriendo por completo su estado de éxtasis total, poniendo boca arriba sus cartas repletas de lujuria y lascivia y subiendo la temperatura de la habitación a la vez que lo hacía la de su cuerpo. Y entonces le suplicó que la besara otra vez, y luego otra... y luego otra más.

Sus labios se estrellaron con la fuerza de dos gigantes entrando en batalla. Ella lo asió hacia sí como si temiera que alguien pudiera venir a arrancárselo de las manos. Él dejó para otro momento toda compostura y la terminó de desnudar por completo. La banda sonora de la película no necesitó más instrumentos que sus labios chocando una y otra vez y la orquesta no cesó en su función durante tanto tiempo que, por un momento, pareció que habían conseguido lo imposible: detener las manecillas del reloj. Sin embargo, no lo consiguieron. Al menos no aquella noche de sábado que ya se había esfumado dejando tras de sí la estela de una mañana de domingo.

Y de las llamas de una pasión nunca vista las nacieron cenizas que daban por finalizado lo que por un instante pareció no tener final. Una vez más, el mundo los separaba para arrastrarlos a punta distintas, a lugares tan alejados como lejos se habían encontrado de todo ellos horas atrás. Pero de entre todas esas cenizas se dejaron ver unas ascuas que, aunque en primera instancia se confundían con las primeras, únicamente esperaban una excusa en forma de botella de vino por abrir o una nueva coincidencia del destino para encenderse como las mismas llamas del infierno. Y para eso ya faltaba un segundo menos… y ahora, uno menos que contar.

lunes, 1 de febrero de 2016

56 años y 2 días


El sábado 30 de enero mis abuelos celebraron su quincuagésimo sexto aniversario de bodas. Cincuenta y seis años casados. Repito: cincuenta y seis.

El año en que ellos se desposaron, España todavía no había acudido a ningún festival de Eurovisión, se estrenaba en los cines La dolce vita de Fellini, el hombre todavía seguía soñando con pisar la luna y el último entrenador despedido por el Real Madrid, Rafa Benítez, aún no había nacido.

Hace más de medio siglo que mis abuelos se conocieron y, si lo pensáis bien, que empezaron a crearme a mí. Sí, ya lo sé, algo pretensioso y narcisista por mi parte pensar en eso, sin embargo, así es. Es en estos momentos, en estos instantes ceremoniosos, remarcables y festejables cuando uno se empieza a dar cuenta de los inescrutables caminos que toma la vida. Es ahora cuando pienso qué hubiese pasado si no se hubieran encontrado en aquella fiesta de la que tanto presumen o si, tras la primera discusión, hubiesen decidido seguir caminos opuestos. No lo hicieron, por suerte, y ahí siguen, queriéndose como el primer día. Y aquí sigo yo, dedicándoles estas palabras. 

Cincuenta y seis años de besos y caricias, de amor incondicional, de matrimonio inquebrantable en las duras y en las maduras. Cinco décadas y media también de enfados y broncas, de rencillas y noches sin dormir, de riñas y momentos críticos… y seguro que de mucho más. Sin embargo, siguen juntos, el uno al lado del otro desde que mi memoria alcanza a recordar.

Hace poco me hablaban de mi, hasta el momento, única novela publicada. Me preguntaba una chica si todavía creía en ese amor que comencé a narrar con diecisiete años y yo, pensativo, le contestaba que no. “Era un adolescente enamoradizo… de eso hace mucho” le respondía con un sorna y desdén. Hoy me doy cuenta de que mentía, quizá no voluntariamente, pero sí, en el fondo le estaba diciendo una realidad de la que quiero apoderarme pero que no termina de ser cierta. Ni mucho menos. 
Porque la verdad es que que creo en ese amor inconmensurable y de película americana, aunque a veces trate de aferrarme a la idea de que no es así. Mi ser, mi yo más íntimo y mi forma de vivir esta vida, me llevan a hacerme jurar que es posible que alguien pueda pasar el ochenta por ciento de su vida amando a la misma persona un día tras otro; sin cansarse, sin aburrirse, sin hartarse y sin darse por vencido. En un mundo en el que uno de cada dos matrimonios acaba en fracaso es difícil de comprender, en una sociedad que tira tan rápidamente la toalla estas palabras no tienen mucho sentido pero, de repente, aparecen al lado tuyo alguien que te hace ver que el sentimiento más maravilloso que la naturaleza ha creado, el amor, sigue estando hoy más vigente que nunca. Y ahí tienen a mis abuelos para demostrarlo.

Cincuenta y seis años después Nélida y Roberto se siguen queriendo y, creo, ese es el legado más importante que dejarán a sus dos hijos y sus cinco nietos: que con constancia, valor, templanza y mucha mucha paciencia, el amor verdadero se hace eterno e imperecedero. Hay que regarlo todos los días, abonarlo de vez en cuando y cortarle las ramas que sobran, pero si te esfuerzas un poquito nunca se marchita, nunca se acaba, nunca, si es de verdad, se termina de ir. Jamás.

Así que desde la distancia de un ciberespacio infinito os mando mi más sincera enhorabuena, le grito al universo que estoy orgulloso de vosotros y os deseo otros cincuenta y seis años más demostrándole al mundo que el amor no se ha ido ni tiene intención alguna de marcharse. Y seguro que lo conseguís. Os quiero. Mucho. Muchísimo.

jueves, 7 de enero de 2016

Ella

Taconea como si las calles fuesen maderas de un tablao flamenco, avisando con el sonido de la aguja en el suelo que va a pasar, que se aparte el mundo, que ella tiene prioridad. Se echa el pelo atrás con una o las dos manos, dependiendo de su grado de enfado, de su ansiedad, de si tiene ganas de besarte o de matarte. Se ríe como si no le importase nada, achinando los ojos y, casi siempre, derramando alguna lágrima de felicidad. Y uno, claro, se enamora de ella al instante y para siempre... para toda la eternidad.

Ella es lo mejor que hay en el mundo, objetivamente hablando. No se han hecho estudios ni encuestas al respecto porque no hace falta, es una verdad tan palpable que la mera duda ya parece un insulto, una bobada sin sentido, una tremenda falta de respeto hacia el universo.
Se le aclara el pelo en verano y se le oscurece la piel. Cuando su falda ondea al viento dejando ver sus piernas, el mundo se vuelve un lugar mejor. Pasa, de la noche a la mañana, de ser una chica castaña clara a la rubia más despampanante del hemisferio norte. Toma café solo, bebe cerveza en primavera y vino en otoño, como toda persona de bien.


Ella es la prueba de que todo merece la pena, porque en sí misma ya es una razón más que suficiente para levantarte un día más, para andar pendiente por la calle por si, por obra y gracia del destino, te la cruzas en algún lugar. Hace tanto tiempo que la conozco y, sin embargo, no se me acaba de olvidar jamás.

Es del Madrid, como no podía ser de otra forma. La camiseta blanca le sienta como a Gilda el guante o a Audrey el Moon River en aquel balcón. Se enerva cuando no marcamos y disfruta como un niño cuando canta ‘gol’. Es una preciosidad con el diez a la espalda, cuando lleva el siete se me hace una bendición.

Duerme con los ojos entreabiertos y respirando muy muy flojo. A veces, en las horas más intempestivas de la noche, he tenido que pegar mi oreja a su boca para ver si respiraba o no. Se acurruca en mi pecho y, a traición, busca el calor de mi pies para calentar los dos cubitos de hielo en los que se convierten los suyos. No se duerme si no le doy un beso y, extrañamente y desde hace poco, yo tampoco lo consigo si no se lo doy. Hasta ese punto me ha enganchado, imagínense ustedes lo que es esa mujer.

Ella hace buena la frase: “prefiero discutir contigo a hacer el amor con cualquier otra” que Dermot Mulroney popularizó y Maxi Iglesias le robó años después. La verdad es que hace buena todas las frases, todos los textos, todos los libros, películas o canciones. Ella hace bueno un día lluvioso de otoño o el primer lunes después de haber perdido un clásico. Ella es así, lo mismo te cambia de un día de mierda por uno de caricias en el sofá que te hace, al día siguiente y durante el resto de los que te queden, el hombre más feliz sobre la faz de la tierra. Así es ella, así como se lo cuento: bonita, lista, buena, sencilla, brutalmente bella. Ella es así... perfecta.

jueves, 31 de diciembre de 2015

El viejo local

Hay veces que el fin de una etapa coincide con un hecho puntual y preciso que te recuerda que, efectivamente, todo comienza a cambiar una vez más… para bien o para mal. Bien puede ser un tubo de pasta de dientes que se termina o un local vacío, limpio y expectante a una última cena que, como las campanadas de un treinta y uno de diciembre, te vuelven a avisar de que todo, absolutamente todo, va a ser distinto a partir de ahora.

Hoy, después de más de media década junto a él, mis amigos y yo decimos adiós al lugar donde hemos exprimido estos últimos años. Quizá parezca exagerada esa metáfora pero yo les aseguro que no, que no lo es en absoluto. Allí, entre esas cuatro paredes, bajo el manto de un techo desconchado y con el estruendo de unos altavoces a toda potencia y toneladas de inservibles objetos rondando por ahí, hemos vivido los que, sin duda, han sido los mejores años de nuestra vida.

Reímos, lloramos, amamos y odiamos. Tras esa puerta verde que esta noche se cerrará por última vez a las tantas de la mañana, hemos cantado y vibrado, hemos besado y discutido, hemos bailado y bebido, hemos caído y nos han levantado. Nos hemos disfrazado de todo cuanto ustedes podrían imaginar, incluido del río de plata del Belén… que manda cojones.
Hemos comenzado a crecer y, poco a poco, nos hemos dejado una infancia que parecía íntima e inquebrantablemente ligada a nosotros. Allí, en ese local que hoy se cierra se encierra para siempre nuestros últimos años de adolescencia, nuestros últimos amores de juventud, nuestras risas de niños y los primeros coletazos de una madurez a la que muchos tememos llegar.

Por allá han desfilado novios, amantes, prometidos, familiares, amigos y conocidos. Toda persona que alguno de nosotros quisimos en alguna ocasión o amaremos por el resto de nuestra vida recordará alguna fiesta en ese local, alguna tarde de comida o una noche de duro o jaca.
Hemos celebrado graduaciones, nuevos negocios, despedidas y hasta pedidas de mano. Todo, absolutamente todo lo bueno de nuestra vida, ha pasado por allí. Y alguna cosa mala también, como no podía ser de otra manera.

Ahora comienza una nueva etapa en un lugar no muy alejado. Mañana todo será distinto en un local nuevo que nos recibe más crecidos, más maduros, más asentados y más mayores, pero al que le siguen esperando cientos de tardes de cerveza y miles de noches de amistad exacerbada.

En el recuerdo, ese sitio al que sólo tú puedes acceder, quedarán grabados los taburetes rotos, el pestillo del baño que no se terminaba de cerrar, las fiestas del agua, las hogueras en la calle y hasta las broncas con los vecinos. Allí quedará escrito a fuego un episodio del gran libro de la amistad que ha ido forjando con los años el que, sin duda, es el mejor grupo de amigos que el mundo ha conocido. Y yo, un afortunado, podré contar el día de mañana que estuve allí, rodeado de todos ellos desde hace tanto que ni me acuerdo y espero que por mucho tiempo más, escribiendo el siguiente.

Hoy nos despedimos de ti entre gambas, confeti y alcohol. Te dejamos que descanses un poco, pero que sepas que no te olvidaremos y que, sin duda, te echaremos de menos, querido local. Nos has dado mucho, demasiado.
Gracias por cobijarnos todos estos años, gracias por guardar todos nuestros secretos, gracias por ser testigo de excepción de una amistad que se forjó hace décadas y que ya nadie puede separar. Gracias por todo, de corazón. Hasta siempre.

viernes, 11 de diciembre de 2015

Te aviso

Te aviso que te queda poco tiempo, que puedes correr o esconderte, montarte en un avión, en el coche o subir a un barco y cruzar horizontes de tiempo y espacio hasta llegar al fin del mundo…y más allá.
Te aviso que no hay nada que puedas hacer aunque lo hagas todo, de que no tienes más destino que el que te narro, que ese que te voy a contar en tres, dos, uno…

Te espera una noche de frío en la calle y calor en mi alcoba, de abrigos de piel volando por el aire y pieles desnudas sirviendo de cobijo. Una noche donde el silencio quedará desquebrajado por el sonido de tu ropa rompiendo contra el suelo de mi habitación. Donde ese preámbulo quedará después enmudecido por gemidos de pasión y el eco de nuestros besos a la luz de la luna. Te aviso que mis manos van a surcar tu cuerpo como un barco perdido en medio del océano y después, cuando consiga encontrarse, se quedará varado ahí por el resto de los días. Hazme caso, no te resistas, déjate llevar.

Deja que levante el pelo que cae sobre tu nuca y empiece a besarla despacio, con la tranquilidad que me da saber que el sol aún nos da tiempo, que la noche se alía con nosotros como tenía que pasar hace tanto, como estaba destinado desde el principio de los tiempos y como lleva demasiado tiempo esperando suceder. Las agujas siguen corriendo pero la dirección la marcamos nosotros, así que no hagas muchos planes para el resto de tu vida.


Y acuérdate de lo que te digo: va a pasar.

Tus ojos perdiéndose en los míos, mi boca peleando con la tuya; nuestras manos entrelazadas, nuestros cuerpos fundiéndose, rompiendo termómetros, batiendo récords, parando el tiempo, deteniendo el mundo, enloqueciendo mentes; sabiendo, en definitiva, que todo ha merecido la pena y que tú y yo, como no podía ser de otra manera, teníamos que estar en ese lugar concreto  en ese preciso momento. Apúntate bien esa fecha en la agenda… sea cuando tenga que ser.

Avisada quedas. Ponte guapa, un poquito más que de costumbre. No pongas trabas, déjate mecer por la melodía de tus tacones caminando hacia mí. Piensa que, en poco tiempo, estas palabras se han de convertir en realidad y que esa realidad superará el significado de estas palabras. Olvídate de todo, sólo recuerda lo que te digo: que tú y yo estamos irremediablemente condenados a la mejor de las condenas, que no es otra que pasar el resto de nuestra vida juntos… y mucho más, muchísimo más.
Sal a la calle, encuéntrame o quédate, si te place, en ese bar que sueles frecuentar y yo iré a encontrarte a ti. No hay prisa pero tampoco pausa, como dicen los doctos en esto del amor. El mundo sigue su curso y ya queda un segundo menos para ese momento, y ahora otro menos… y otro menos ahora mismo. Escóndete o sal gritando a la calle, no importa; ponte un vestido amarillo o aguarda en casa viendo la tele, da lo mismo; te voy a encontrar. Y cuando lo haga, o lo hagas tú, sabremos que todo cuanto ha pasado antes dejará de tener importancia y será entonces, después de esa noche, cuando empezaremos a vivir y a darle trascendencia a todo este lío llamado vida.

Avisada quedas. Y ya sabes, el que avisa no es traidor.