lunes, 5 de enero de 2015

El beso que nunca llegó

El ambiente permanecía iluminado, tenuemente, por la luz que desprendía un cartelito azul de un canal de una radio cualquiera de la TDT. Una manta vieja servía de arropo ante el frío invernal de un salón que hacía demasiado que permanecía gélido, sin vida, destinado a una soledad total. Debajo de ese trozo de tela, las manos de dos amigos se entrelazaban después de todo un día deseando hacerlo y no atreverse a ello. Quedaba poco tiempo y había que aprovecharlo.

Sobre la oscuridad casi absoluta del lugar, resplandecían los mechones de su pelo dorado. Habían hablado de todos y de todo, sin excepción, sin esconderse de nada ni de nadie, aunque sólo, y por desgracia, en el sentido figurado de la expresión. Sus ojos se encontraban de vez en cuando y se miraban con el cariño que lo hicieron antaño, en algún mundo lejano donde todo era distinto, más alegre, menos dañino, más quimérico y menos real. Una época que había quedado atrás hacía tanto tiempo que, por un momento, pareció que jamás hubiese ocurrido.

Él pensaba que no la encontraría más guapa que por aquel entonces pero, de nuevo, se equivocó. Los años habían impregnado en ella un aura de madurez que la hacía, todavía, más interesante, más bonita, más mujer. Atrás quedaba esa niña que resoplaba cuando su boca se perdía en su cuello. Ahora, frente a él, se hallaba una mujer hecha y derecha, como dicen las viejas de pueblo. Una señora de los pies a la cabeza, con la elegancia que siempre la caracterizó y el carácter dulce y amable que un día estuvo a puntito de enamorarlo para siempre. Aunque nunca era tarde para eso.

Las circunstancias de la vida, eso sí, eran bien distintas a las de esa época idílica que había desaparecido. Lo que una vez consideró como suyo, como la fortaleza donde guarecerse en las frías noches de enero, ya no lo era más. Otro ejército moraba ahora allí y él debía acomodarse en los aposentos que se le reservaban, con caballerosidad manifiesta y una honda y escondida decepción. No quedaba más remedio, por muy difícil que se le hiciese todo.

Sin embargo, ambos sabían que esa reunión no era solamente amistosa. Ni mucho menos.
Sus cabezas se acercaban más y más con el transcurrir de los minutos, ansiando un primer beso que no terminaba de llegar. Las miradas se alargaban, las sonrisas nerviosas relucían, los labios se humedecían de vez en cuando para preparase para un instante que los dos deseaban pero que no se terminaba de producir. Ni se podía producir. 
Se miraban las bocas, se abrazaban con fuerza, se acariciaban las pieles y, finalmente, volvían a mantener la distancia. Temerosos, respetuosos con aquellos con los que debían serlos y, sobre todo, con ellos mismos. Y así debía ser.

El reloj fue consumiendo la tarde y la hora del adiós llegó. El sofá de la fría habitación quedó atrás y un hall deshabitado fue el escenario elegido ahora por los actores para el acto final de una tragicomedia maravillosa que concluía ahí, al menos en su primera parte. Los abrigos ya estaban en las manos y la oscuridad de una casa que volvía a quedar en penumbra una semana más, lo ocupaba todo, como siempre debió ser en cualquier acto romántico que se precie. Ella le pidió un abrazo y él, acongojado y acojonado, se lo dio. Notaba como su corazón latía con fuerza y eso le evocó otra retahíla de recuerdos. Se separaron despacio y él pudo notar su aliento en el cuello. No alcanzó a recordar una vez que deseara más arrebatarle un beso a alguien, perderse en su lengua durante toda la noche. Pero no lo hizo. De nuevo, no pudo hacerlo. En lugar de aquel beso pasional y romántico salió a relucir el que quizá él más odiaba: uno lento y fraternal en su frente. Probablemente el beso más descafeinado de todos cuantos existen. 

La miró por última vez y la dejó escapar a los brazos de otro. Entre improperios y lamentos, la chica que adoraba y que tan feliz le hacía, el talismán que le devolvía la suerte, su amuleto, su amiga y su amor, se marchaba lejos para volver a la cama de quien en su momento sí pudo y quiso amarla. De un chico sin nombre ni apellidos que supo darse cuenta del tesoro que le había caído del cielo y que no dudó un segundo en luchar por él hasta el final. “Hombre afortunado aquel” pensó el muchacho. “Y bastante más listo que yo”.
Y de la opacidad de la casa, sin darse cuenta, se vieron envueltos en el manto de una luna llena que les marcaba el camino a otra. El anillo con el que había jugueteado durante toda la tarde se marchaba a hacerlo con las manos de otro. Esos ojos pardos que lo habían mirado con cariño, se iban lejos de nuevo. La constelación de lunares que poblaban su pecho se alejaban de allí para ser exploradas por algún astronauta que sí tuvo el valor de subirse a la nave espacial en su día mientras él, el cobarde que no quiso, pudo o supo hacerlo, quedó en el hangar de la estación espacial con el casco en la mano y la mirada perdida, maldiciendo el día en que dejó escapar su oportunidad y prefirió quedarse en la dureza de la tierra antes de volar al espacio con la mujer más maravillosa de que se tiene constancia.

sábado, 3 de enero de 2015

2014-15

Las últimas gotas de cera de la vela del año 2014 van cayendo sobre la gran mesa del infinito espacio-tiempo mientras, casi sin darnos cuenta, la mecha de la siguiente comienza a calentarse al fondo de la habitación para iluminar, ya mismo, el nuevo 2015 que se nos ha echado encima. ¡Qué nervios, qué emoción!
El año del ébola, el pequeño Nicolás, Felipe VI, Pablo Iglesias o el mordisco de Suárez a Chiellini se va cabizbajo en un taxi después de haberse puesto las botas en media docena de cenas navideñas, comilonas de empresa y quedadas de amigos o compañeros de clase. En la memoria, mil y una historias que contar, doscientos millones de momentos, algún que otro beso robado, cientos de resacas y, todavía, algunas lágrimas que, por desgracia, no se terminan de ir. 

Trescientos sesenta y cinco días que ya no volverán. Doce meses con 109 casos (conocidos) de corrupción, casi a diez por cada uno tocamos. Ocho mil setecientas sesenta horas que parecían interminables y que ya están a punto de clausurar un calendario que se nos queda sin hojas. Más de medio millón de minutos donde todavía sigue resonando con fuerza ese maldito vocablo al que juramos que desterraríamos y que no se acaba de marchar. Esa crisis déspota y asquerosa que sigue instalada en cada provincia, en cada ciudad y en cada barrio de un país al que ya no se le puede exigir un sacrificio más, al menos no a los que vienen sacrificándose desde hace ya demasiado tiempo: a tu vecino y al mío, a su abuelo, primo, sobrino o amigo de éste, suyo o el de aquel que tienes ahora mismo al lado o te mira de reojo desde la butaca del salón.

El 2014 ya se encuentra en el hall de casa intentando cerrar la última de las maletas para transitar hacia algún desconocido lugar. Mientras, afuera, otro caballero con traje gris y corbata color caoba enciende la alarma de su coche para subir después los peldaños que los separan de la cena de fin de año que le espera calentita en la cocina. El primero se lleva consigo a Robin Williams, Lauren Bacall, Luis Aragonés, Cayetana de Alba, Adolfo Suárez o don Alfredo Di Stéfano. El segundo, por su parte, nos trae alguna cigüeña que otra para compensar. Siempre ha sido así y siempre así será.
El año del fracaso del Mundial deja paso a otro sin Campeonato del Mundo, Eurocopa, juegos Olímpicos o tan siquiera esa apestosa Copa Confederación. Se avecina uno de esos ‘verano de mierda’ como se conoce vulgarmente en mi círculo más cercano a los estíos donde no hay más fútbol que las pachangas de las ocho de la tarde en la pista del pueblo. Finiquitamos el año de la décima, el de Mireia Belmonte y Marc Márquez, aquel en que Alonso dejó Ferrari para poder ganar y Roger Federer no dejó de hacerlo. Hay cosas que parece que nunca van a cambiar.


A lo lejos se atisba a ver de nuevo una ceremonia de los Oscar donde DiCaprio no lo ganará, como tampoco lo hizo meses atrás ante un Matthew Mcconaughey que le arrebató merecidamente la estatuilla más preciada a uno de los actores que, seguramente, más la ha merecido. Star Wars, Jurassic World y hasta si me apuran 50 Sombras de Grey coparán la celulosa de las grandes salas mientras Intellestelar, El Hobbit o la infravaloradísima Her quedan desterradas a la quietud de la estanterías de grandes DVD´s de casa. Por otro lado, peores sitios hay que ese.
Se despide un año de amor y besos y les deseo otro con mayor porcentaje de estos en sus vidas. Que el confeti los empape y las lágrimas sólo sean de felicidad. Que disfruten del buen cine, de las grandes series y de la mejor compañía, desterrando de sus vidas la mediocridad, lo grotesco y lo tosco. Que el 2015 los encuentre bañados en alcohol y sonriéndole a un mundo que cada vez parece más mustio, más gris, menos alegre y más pútrido en muchos lugares del país, comenzando por ese hemiciclo flanqueado por leones. Les deseo salud, dinero y amor, como ya hacían Cristina y los Stop allá por el año 67 del pasado siglo. Que no les falten buenas películas en el año en que se cumplen cien del nacimiento de Orson Welles; sexo en el que Linda Evangelista cumple cincuenta (un saludo para Linda, que sé que nos lee), o música cuando pasa un cuarto de siglo desde aquel Blaze of Glory de un Jon Bon Jovi que se iniciaba en solitario.

En definitiva, espero de corazón, un final de año tan increíble que sólo pueda ser eclipsado por un principio de 2015 mil veces mejor. Que se pierdan en noches interminables, que se encuentren en días que deseen que no terminen jamás. Que los acompañe la dicha, la lujuria, la fortuna y la felicidad y que recordemos el nuevo 2015 que ya comienza por ser el mejor de nuestras vidas. Intentémoslo al menos, que no se diga que no pusimos toda la carne en el asador, que no nos tachen de cobardes, que no puedan reprocharnos que no exprimimos cada instante como si fuera el último. Que lo que viene sea siempre mejor que lo que se va. Ojalá sea así, para ustedes y, si mi permiten decirlo, también para mí. Ojalá todo venga a mejor, ojalá lo malo lo podamos, de una vez por todas, terminar de desterrar.

lunes, 29 de diciembre de 2014

La chica de la sonrisa perpetua

De nuevo la noche se había apoderado de su vida y el sonido estridente de la música comercial inundaba un ambiente festivo que evocaba tiempos pasados, épocas pretéritas o mundos que parecían haber quedado atrás.
Fue entre la intermitencia del neón cuando sus ojos encontraron una cara conocida entre la multitud. Su pelo, dorado como el mismo oro, se mecía en el ambiente como la cuna de un bebé. Su cuerpo se posaba sobre dos tacones negros que hacían juego con una falda del mismo tono, que dejaba ver dos piernas en las que tantas veces se había perdido, de punta a punta, en los sueños de la última década.
Sus miradas se cruzaron y se mantuvieron fijas durante un segundo que se alargó más de la cuenta. Finalmente ella cedió y volvió a dirigirla a la pista de baile mientras él, obnubilado, siguió inamovible ante la visión que le presentaba aquel pub que hacía tanto que no frecuentaba. Sus recuerdos volvieron a años atrás, cuando ese mismo chico oteaba desde lo alto de la pasarela a cuantas mujeres entraban en ese local como lo hacía también en ese instante. La música del Dj volvía a recordar esa época de botellones, veranos y fiestas de guardar. Volvía a evadirlo del presente para trasladarlo a un tiempo que había intentado exprimir como un naranja madura. Se vio en el mismo lugar, con la misma compañía y las mismas melodías que diez años antes resonando en sus oídos y recordó que entonces también ella seguía presente en sus más hondas ensoñaciones, en sus más lujuriosos sueños, en sus más pecaminosas fantasías.

El perfume de su cuello inundó sus fosas nasales cuando, por fin, consiguió acercarse a charlar con ella. El “Hola, ¿cómo estás?” quedó pronto desterrado por un “Estás preciosa” que la sonrojó. Se armó de valor para que la superficialidad de una charla coloquial no fuera la tónica de una noche que él intuyó de pasión y romanticismo, y pronto comenzó a agasajarla con palabras subidas de tono y piropos sobre cualquier punto de su cuerpo. Ella comenzó a reír y él se dio cuenta de que no podía recordarla de otra manera. Era la rubia de sonrisa perpetua, fija, perenne e imperecedera. Siempre estaba así, feliz, sonriente, llena de dicha y alegría. Sus ojos se achinaban con cada preciosa mueca que su boca sacaba a relucir y el muchacho comprendió que junto a su bonita cara y ese cuerpo que tantas veces había ansiado desnudar, lo que más le atraía de ella era precisamente eso, su vitalidad constante y su felicidad permanente.

La noche se fue consumiendo como una vela en la penumbra y él regresó una vez más a casa solo y desamparado. Los primeros rayos de sol de un domingo de resaca anunciaban que ya era hora de marchar a la cama: “el rico a su riqueza y el pobre a su miseria” como en la ‘Fiesta’ de Serrat. El astro sol volvía a encontrar a los amantes empañando los cristales de algún viejo automóvil, a los viejos cotilleando en las puertas de los bares y a un chaval de aspecto cansado y el corazón sobrecogido por una chica de cabellos abrillantados que soñó por un momento que sería suya y que ahora, para su desgracia, volvía a despedirse de ella para dejarla viajar a los brazos de algún afortunado que pronto hundiría su lengua en la boca que el tanto deseaba besar.

martes, 16 de diciembre de 2014

Convirtiendo el invierno en verano

La vio bajar los escalones de una discoteca que conocía demasiado bien y se juró que aquella noche sería suya. Fue un trabajo difícil, como no podía ser de otra manera y, como todas las grandes gestas de la historia requirió tiempo, sudor y (casi) lágrimas. 
La batalla comenzó con un contacto visual que ella rápido esquivó. Pocos segundos después, él se armó de valor y recorrió el par de metros que los separaban para comenzar a relatar, una tras otra, las palabras que su imaginación le iba leyendo, sin prisa pero sin pausa, con la firme intención de que, en pocas horas, estuviera desnuda en su cama.
Sus labios se acercaban a los de ella buscando un susurro en su oreja que pudiera hacerla olvidar el ruido de una música estridente para concertarse única y exclusivamente en él, en todas las cosas que le prometía. Le sacó alguna que otra sonrisa y ahí supo que la dirección era la correcta, que no debía alejarse mucho del camino que, hasta ahora, estaba trazando entre piropos y galanterías.
Le habló de sus ojos y de su boca, y le dijo sin miedo y sin vergüenza que se moría por comérsela de arriba a abajo, por desnudarla él mismo sin compasión y sin reparo, sin miramientos o atisbo de vergüenza. Ella se ruborizó. Entre la luz fluorescente del local y la intermitencia de una oscuridad que cada pocos segundos se apoderaba de todo, pudo ver cómo sus mejillas se enrojecían y la temperatura de su mano, la cual acariciaba muy de vez en cuando, comenzaba a subir. 


Acabaron por fin en su casa, los dos; ella asegurando que únicamente sería una copa y él dándole la razón mientras de reojo miraba al cielo dándole las gracias a unos dioses porque, por fin, la comenzaba a sentir entre sus brazos.
Le llenó una copa de vino olvidando el decoro y el protocolo. Ella bebió un sorbo y se quejó del frío del ambiente. “No iba a poner la calefacción” contestó él, “que si no, no te acercas a mí”. De nuevo rio y, de nuevo, él la cogió de la mano. Ella, finalmente y consciente de que el mísero trocito de escudo que le quedaba era ya inservible ante el momento que se avecinaba, se desprendió de él y se abalanzó sobre el chico introduciendo su lengua en su boca. Y fue ahí cuando una fría noche de invierno poco tuvo que envidiar a la más calurosa del mes de agosto.

Intercalaban besos de cariño con mordiscos de pasión. Sus manos se perdían bajo una ropa que fue desapareciendo de sus cuerpos para perderse en las esquinas del cuarto. Él besaba su cuello con frenesí y ella jaleaba de pasión impregnando el ambiente con un vaho de lujuria que se perdía en el infinito. Le desabrochó el sujetador y apretó sus pechos con fuerza, llevándoselos más tarde a la boca y mordiendo sus pezones hasta hacerla temblar. Terminaron de desvestirse y las primeras gotas de sudor comenzaron a empapar las sábanas de una cama que los acogió chirriante. Se perdieron en una locura libidinosa, en una esquizofrenia sexual que los acompañó hasta que los primeros rayos de sol se estamparon contra unas ventanas empañadas ante la diferencia de temperatura de la calle y aquel trozo de infierno en que se había convertido ese cuartucho.  Pero ahí siguieron los dos amantes, deseosos de más y convencidos de que esa noche de escarcha y nieve, de frío e invierno, se convertiría, entre sacudidas de lascivia, en otra de calor, fiesta, sexo y verano.

domingo, 14 de diciembre de 2014

Cuando ella se fue

Las lágrimas explotaban contra la mesa como bombas de una guerra insatisfecha de víctimas, sedienta de crueldad y deseosa de producir más y más dolor. El desconsuelo y la desesperación brotaban de lo más profundo de un chico que se aferraba a la quimérica idea de que su pena encontraría consuelo en el tamborileo de sus dedos contra el teclado, como tantas veces le ocurrió antes y otras tantas vendrían después. 
El amor se alejaba de su vecindario taconeando con elegancia sobre unos zapatos de Zara. Ella había sido el pilar donde se sustentaba una vida de mediocridad, fracasos y desengaños, y ahora, como hacía tiempo que el joven se temía, ese cimiento que había comenzado a desquebrajarse hacía ya mucho, se hundía sepultando junto a escombros y polvo, la única parte sana que quedaba de su ya maltrecho corazón.


Probablemente no la volvería a ver, al menos, corpóreamente. Eso le aliviaba en parte, porque se sentía temeroso de poder encontrársela cualquier tarde paseando por un parque, comprando en una tienda o, simplemente, tomando un café en algún bar. Sería difícil, muchos kilómetros los separaban. Sin embargo, sabía que su tortura comenzaría como lo había hecho esa misma tarde, con la fuerza de mil cañonazos, en el único lugar de donde no podría borrarla jamás: en lo más recóndito de su subconsciente.


Allí habría lugar eternamente para sus ojos verdes con los que siempre se metía, para la boca en la que tantas veces se había perdido, para aquel flequillo cayendo sobre su cara al que había dedicado odas y poesías, relatos y sonetos. Siempre habría sitio para sus piernas morenas y sus preciosas manos, las mismas que acariciaron su pelo en las interminables noches en que ambos se quedaban hasta el alba viendo un centenar de películas. No olvidaría jamás su sonrisa y la forma con la que te miraba cuando conseguías ruborizarla. Eso nadie se lo podría arrebatar, por suerte o por desgracia.


Tantos momentos se esfumaban en ese instante que, tras unos días intentando mantener la compostura, no pudo más que hundirse en la soledad de una casa desierta como un lobo aullando a la luna: con la certeza de que nadie lo escucha, con la seguridad que su pena es tan grande como vana. La echaría tanto de menos que no quiso creer que pudiera soportarlo.
 
Y allí quedó, solo en un cuarto, mudo y abatido, melancólico y pensativo; recordando lo vivido, lo que tan feliz le hizo. Volvió a buscar consuelo en un dios que lo había olvidado, que ya no quería cuentas con él. Rezó por una tregua, porque el castigo cesase, porque ella volviese, porque todo aquel tiempo de desdicha e infortunio terminase de una vez por todas. Pero se encontró de nuevo con el silencio, con el maldito abismo de un desamparo que cabalgaba junto a él desde hacía mucho.


Quedó llorando como un niño, afligido y arrepentido. Con la imagen de esa chica que tanto había querido y que ahora, como no podía ser de otra manera, navegaba sin ella quererlo a los brazos de alguien que sí pudiera hacerla realmente feliz. Él se conformaría el resto de su vida con pensar que, aunque por su parte no lo consiguió, sí disfrutó de los mejores años junto a la mujer más maravillosa que el mundo ha visto. Y de lo más hondo de su desesperación salió un aliento tenue susurrando un ‘gracias por todo’ que fue volando desde esa planta baja cercana al mar, al corazón de la mujer que ahora dejaba de ser suya para siempre.