lunes, 20 de octubre de 2014

El viejo del pub

Debe ser la edad lo que me ha ido llevando, paulatinamente, a fijarme en cosas, hechos o situaciones dentro del bullicio de la noche que, hace unos años, habrían pasado totalmente desapercibidas para mí. Busco casi inconscientemente un detalle distinto en los mismos bares que frecuento, un cambio en la monotonía de una noche que hace tiempo que conozco demasiado bien o una nota discordante en una armonía tan repetitiva que consigue que, poco a poco, uno le vaya pillando la tirria que se le coge a canción del verano cuando todavía sigue sonando en pleno mes de diciembre.

Encontré hace poco, entre la luz del neón y el sonido estridente de alguna reaggetoniana melodía, a un señor distinto, a un actor secundario que conocía de vista pero del que no tengo constancia de su nombre, apellidos, dirección o gustos. Un hombre que superaría sin problema los setenta, estatura media, pelo cano y despoblado, con dos bolsas pronunciadas bajo un par de ojos azules cansados de miles de noches como aquella, de tantas que sería complicado contar.
Entró sin hacer ruido a un local donde sólo había precisamente eso, y nadie pareció percatarse de su presencia. Él, con una delicadeza propia del que precisamente disfruta de ese anonimato que da la edad, se dirigió al final de la barra y tomó asiento. Pidió una cerveza y cogió una posición estratégica para poder observar todo cuanto acontecía por allí sin que nadie supiera que lo estaba haciendo. Algo que ya de por sí te pone sobre aviso de que esa persona en particular es mucho más interesante de lo que a simple vista pudiera parecer. 

No creo que se percatase de que mientras él miraba de soslayo a la pista de baile yo lo hacía en su dirección, estudiando sus movimientos, sus gestos y dirimiendo en mi imaginación pensamientos y sentimientos que pudieran pasar por su cabeza. No era la primera vez que lo hacía, ni seguramente será la única. Las personas mayores siempre me han llamado la atención, porque se puede ver más en esos rostros curtidos en penas y alegrías que en mil miradas menores de cincuenta años. 
 
Bebía pequeños sorbos de cerveza, degustándola como únicamente las personas que no han tenido nada en algún momento saben hacer. Porque los jóvenes engullimos lo que se nos pone delante con un “dame más” que ellos ni entienden ni comprenden. Los ancianos son diametralmente opuestos, ellos exprimen hasta la última gota de vida porque saben ponerle su justo valorar a las cosas. Y eso es algo que no se puede enseñar y que, ojalá, no tengamos que aprender nunca.

Por supuesto que ese anciano no estaba allí por la música, por la compañía, por el ambiente o tan siquiera por el alcohol. Como todo hombre que sale un sábado por la noche, su único deseo aquel era, sin duda, ver alguna bella mujer contoneándose al son de un ritmo que él seguro que ni entendía ni tenía intención de entender.  Sin embargo, él las miraba diferente, evitando cualquier contacto visual con ellas, asegurándose de que no supieran que estaban siendo observadas. Lejos de la brusquedad de otros, él se mantenía apartado, completamente solo y dando la impresión de que le interesaba todo menos ellas. Desprendía clase, caballerosidad y elegancia, y mezclaba todo ese cóctel en un baño de timidez que acentuaba todavía más a las tres primeras. De vez en cuando se giraba y oteaba el horizonte de un bar lleno de faldas y sonrisas para bajar la mirada hacia el suelo, buscando un par de piernas que escarbasen en lo más hondo de su lujuriosa imaginación. Qué infravaloradas están las piernas femeninas por las nuevas generaciones y cuánto placer producen en las adultas. 

Siguió allí varado como un bote agrietado por el tiempo en una playa repleta de transeúntes. Sus ojos se llenaban de vida con cada nueva señora que entraba y, aunque en ningún momento se animó siquiera a acercarse a ninguna de ellas, se le veía feliz. Le bastaba su mente para imaginar mil y una indecencias y con eso se daba por satisfecho. Entonces, cuando apenas llevaba una hora en el lugar, pagó, se levantó y se fué. Y ahí quedó grabada una historia intrascendente que dudo mucho que nadie más apuntase en su memoria. Pero yo quería dejar constancia de ello, homenajear a aquel viejo y su soledad, la misma que lo llevó a un bar de noche para hartarse a mirar al ser más maravilloso de la creación y después, ya en la intimidad, recordarlo una y otra vez en fantasías que uno no podría ni querría imaginar.

lunes, 13 de octubre de 2014

No quiero

No quiero levantarme temprano
y que tu lado de la cama esté frío.
No quiero que mi cuerpo profano
sin tus caricias se sienta vacío.

No quiero que tus besos sagrados,
se enjuguen en bocas ajenas.
No quiero que tus labios salados
Encuentren a otro mecenas.

No quiero que la luz de la noche,
caiga sobre mi lecho vacante.
No quiero que el alba reproche
que el vacío se hizo constante.

No quiero más pecho que el tuyo,
sudando al lado del mío.
No quiero más temple que el suyo,
calmando mi torso baldío.

No quiero que te vayas de mi lado,
no quiero más noches sin dormir,
no quiero sentirme abandonado,
no quiero otros senos que oprimir.

No quiero más noches en vela,
si no son besando tu espalda.
No quiero más canción a capela
Que la encuentre bajo tu falda.

No quiero sólo una vida contigo,
me parece bastante escaso,
quiero que tu pelo sea mi abrigo
Desde que amanece hasta el ocaso.


jueves, 9 de octubre de 2014

La Princesa Prometida

Desde hace un par de años hacia acá, me suelo poner mucho más emotivo con las efemérides (y el paso del tiempo en general) de lo que nunca creí posible. Como un viejo que pasea por el centro de la ciudad con la mirada perdida y el pensamiento de "todo esto antes era campo", veo con nostalgia el movimiento de las agujas de un reloj que hace tiempo que creo que va mucho más rápido de lo que nos quieren hacer creer. Por eso, fechas tan señaladas como la de hoy me hacen volver a echar la vista atrás hacia mis años de niñez, hacia esos días de balón, mochila, cartas de amor, películas y pijama. 
Cuando me enteré de que un nueve de octubre como el actual La Princesa Prometida cumplía 27 años, supe que el letargo casi absoluto al que he sometido mi blog durante esta última época debía desaparecer en una entrada/homenaje a la que, sin duda, fue una de las películas más importantes, revisionadas y maravillosas de mi infancia.

Sin ser La Princesa Prometida una película espectacular ni en el aspecto estético ni en la profundidad de sus personajes o, incluso, en la trama en general, siempre ha estado presente en las listas de clásicos más valorados de la historia del cine. Yo mismo la introduje sin dudarlo en mi lista de las cien mejores, más por la ternura y el romanticismo que despierta que por cualquier aspecto dramático o interpretativo. Porque esa película es mucho más que noventa y ocho minutos de cine, muchísimo más. Para mí, la historia de Westley y Buttercup, de Íñigo, Fezzic o el Príncipe Humperdinck, es el último cuento de hagas llevado a la gran pantalla, el último resquicio del cine de aventuras de un tiempo en el que aún creíamos que todo era posible.

Una historia de piratas, príncipes malvados, magia y países muy muy lejanos. El cuento por excelencia, una narración que cautiva a grandes y, sobre todo, a los más pequeños de la casa. Con los Acantilados de la locura o el Pantano de fuego, nombres con fuerza y gancho, de esos que inventabas con tus amigos cualquier fin de semana. Con curanderos que reviven muertos y espadachines que buscan venganza. Con gigantes bonachones o asesinos de seis dedos y con una banda sonora digna de elogio. Pero, sobre todo, La Princesa Prometida es una historia que enaltece el sentimiento por excelencia, que encumbra y glorifica al ingrediente por antonomasia de todos los cuentos de hadas: el amor. Desde aquel primer 'Como desees' hasta el beso final que supera a cualquier otro, pasando por el rescate a la chica secuestrada o la lucha a muerte con Vizzini; siempre es por amor. Como no podía ser de otra manera.

Y como para no enamorarse.

Porque mención a parte merece ella, Buttercup. No puede haber hombre que ronde ahora la treintena que no se enamorase perdidamente de Robin Wright en esa época, es metafísicamente imposible. Veintiuna primaveras tenía por aquel entonces y ya encandilaba a cualquiera con esos ojos azules y esa melena dorada. Incluso ahora, cuando uno la observa en su papel de mujer fatal en House of Cards, sigue entreviendo aquella fragilidad ya escondida entre algunas arrugas y que nos hicieron desear tantas y tantas veces que el mundo fuera un poco menos real y se pareciera más a esa historia maravillosa, única y exclusivamente para poder soñar que sería posible conquistarla.


Veintisiete años han pasado ya desde su estreno, los mismos que tengo yo. Mi infancia, adolescencia y madurez han ido pegados a una película que no dejo de ver cada cierto tiempo, porque al volver a verla vuelvo a hacerme niño casi sin darme cuenta. Y es ahí cuando me pongo en el pellejo de un jovencísimo Fred Savage e imagino que yo soy el muchacho al que su abuelo le narra el cuento. Después me convierto en el pirata Roberts y más tarde busco vendetta junto a Íñigo Montoya para, finalmente, notar como ese escalofrío vuelve a surcar mi cuerpo cuando rememoro un beso que, como cuenta la película, superó finalmente a cuantos se dieron antes y se darán después.


lunes, 6 de octubre de 2014

With a little help from my friends

Joe Cocker en directo, desgarrándose la garganta como sólo él sabe hacer para darnos la banda sonora de una serie maravillosa y una letra que habla de amistad sobre todas las cosas, porque hay pocas cosas más grande que eso, que la amistad; la de verdad, la buena, la eterna, la que te une a otra persona más que la sangre, más que casi cualquier otro lazo.